“Me gustaría enseñarles el camino al infierno para que se mantengan apartados de él”. El famoso filósofo italiano Nicolás Maquiavelo escribió estas palabras a un amigo en 1526, poco antes de su muerte. El infierno al que se refería era muy terrenal, el que surge de malas decisiones políticas e instituciones corruptas. Las personas a las que quería rescatar eran, para empezar, sus propios compatriotas: los ciudadanos de Florencia y de otros lugares de Italia que estaban a punto de perder sus últimos restos de soberanía y libertades civiles. Él había aprendido mucho de la historia antigua, y deseaba que sus enseñanzas fueran útiles, que evitaran caer ciegamente en sus respectivas pesadillas políticas. Quería enseñar cómo enfermaban las democracias y cómo alcanzar su profilaxis.
En 1585, el jurista italiano exiliado Alberico Gentili dijo que Maquiavelo era “un firme defensor y entusiasta de la democracia”, que pretendía “no instruir al tirano”, sino poner al descubierto “todos sus secretos” ante los ciudadanos. “Mientras parecía educar al príncipe, en realidad, estaba educando al pueblo”.
El Príncipe, cumple en estos días 510 años. No es un mero tratado de política. Algunos interpretaron su pragmatismo extremo como un signo decadente del Estado moderno. Maquiavelo – también diplomático y funcionario perseguido, encarcelado y torturado– hizo un estudio sobre la concepción del poder de las últimas centurias. La figura de Maquiavelo “ha oscilado entre el santurrón y el mismísimo demonio”; pero, ha dejado “tres lecciones todavía políticamente relevantes”: la “política de la apariencia”, el cálculo político, y quienes deben actuar en política: los jóvenes.
La escritura de El Príncipe apareció fuera de todo plan mientras su autor escribía los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. La urgencia cambió el rumbo, y terminó en una escritura vertiginosa del libro, que permaneció inédito hasta 1532. Maquiavelo falleció sin saber que había lanzado al espacio una verdadera maquinaria cultural que hoy goza de una sorprendente contemporaneidad, de la que se recogen sabios consejos:
Consejo Doce, Capítulo III, página 16. “Los romanos vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás les dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque sabían que una guerra no se evita, sino que se difiere para provecho ajeno”.
Consejo trece, Capítulo III, página 16. “Nunca fueron partidarios de este consejo que está en boca de todos los sabios de nuestra época: ¨hay que esperarlo todo del tiempo¨; prefirieron confiar en su prudencia y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo, y que puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien¨.
Consejo quince, Capítulo III, página 18. “Para evitar una guerra nunca se debe dejar que un desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en perjuicio propio”. “De lo cual se infiere una regla general que nunca falla: el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina”.
Los florentinos estaban orgullosos de su democrática forma de gobierno. Florencia, era una república con amplias asambleas populares, cambios frecuentes de magistrados y una aversión oficial a cualquier dirigente que sobrepasara los estrictos límites de su poder. Pero, al mismo tiempo, aquella era una época agitada en Florencia y en Italia, y la inquietud hacía que la gente bajara la guardia. Cuando nació Maquiavelo, la acaudalada familia de los Médicis se había convertido en la dinastía más poderosa de la ciudad, unos auténticos príncipes, pese a que, como los primeros emperadores romanos, mantenían la fantasía de que no eran más que los “primeros ciudadanos” de la República. Con relaciones y recursos económicos sin igual, y con su habilidad para explotar las divisiones sociales, los Médicis redujeron la famosa libertà de Florencia a una cáscara vacía. Varios familiares de Maquiavelo intentaron impedir sus maniobras anticonstitucionales: uno de ellos murió en prisión, y otro, en el exilio. Cuando Nicolás tenía poco más de 20 años, los Médicis fueron expulsados de Florencia y se restableció un gobierno democrático.
Durante 15 años, Maquiavelo fue uno de los funcionarios más fieles de la República. Nadie luchó tanto como él para defenderla frente a los peligros constantes que la acechaban desde fuera y desde dentro. Aquella lucha le llevó a un largo viaje por Francia con el rey Luis XII y a la hermética corte de César Borgia, que amenazaba con atacar la ciudad y restaurar a los Médicis. En 1512, en un golpe apoyado por el Papa y por las temibles tropas españolas, los Médicis volvieron al Gobierno. Despojaron a Maquiavelo de todos sus cargos, le encarcelaron y le torturaron bajo sospecha de haber conspirado contra ellos.
Diez meses después, tras pasar un periodo deprimido y desempleado, Maquiavelo dijo a sus amigos que había escrito el libro que conocemos con el título de El Príncipe. El libro está lleno de irónicos “elogios” a los príncipes y Papas que habían llegado al poder a base de mentiras, sobornos y asesinatos, una extraña selección de ejemplos para una dinastía cuyo jefe, Juan de Médicis, acababa de ser elegido líder espiritual de toda la cristiandad, con el nombre de papa León X.
Como pensaron Gentili y otros, El Príncipe es un manual de autoayuda retorcido y astuto al servicio de los ciudadanos: parece que elogia a los príncipes más taimados, pero, en realidad, enseña a los ciudadanos a no deslizarse por sus rampas y a protegerse contra la tiranía. A través de sus brillantes escritos —que incluyen comedias picantes, poemas, canciones festivas y una historia de Florencia—, Maquiavelo dedicó su vida a tratar de advertir a la gente sobre los peligros que amenazaban sus libertades políticas, con la esperanza de que aprendieran a defenderse.
¿Qué diría sobre las dificultades que atraviesan hoy nuestras democracias?
Empezaría por recomendar que, para tratar al Estado obeso, anómico, irresoluto, y desigual hay que practicar un tratamiento radical; no ocuparse de los síntomas superficiales; erradicar definitivamente las causas fundamentales.
En sus escritos sobre Florencia, la antigua Roma y otras repúblicas, Maquiavelo llega a la conclusión de que las crisis democráticas tienen dos causas especialmente profundas. Una el sectarismo extremo, que no es lo mismo que las discrepancias. Las discrepancias, pueden ser síntomas de buena salud; en toda sociedad libre existen valores e intereses distintos, y hay que dejar que se expresen. La enfermedad aparece cuando la gente confunde la sana discrepancia con unos desacuerdos irremediables, y empieza a exigir la conformidad ideológica. Las demandas de conformidad empujan a los más fanáticos a dividir a la gente en bandos enemigos, a no tener en cuenta los intereses comunes, y a pensar que necesitan la “victoria suprema” sobre sus enemigos. “Quienes creen que así se puede unir una república, están muy engañados, y aspiran a algo que va en detrimento de la libertad”.
La otra gran amenaza la generan las desigualdades extremas. Maquiavelo no era un estricto partidario de la igualdad, pero sí pensaba que, para evitar la corrupción, las democracias necesitan tener una vaga “igualdad” de oportunidades, riqueza y posición social entre los ciudadanos. Un exceso de desigualdades políticas destruye la confianza de la gente porque facilita que los ricos dominen a los demás y hace pensar a los pobres que el sistema está manipulado en su contra. Alteran el equilibrio general de las libertades que preserva la estabilidad de las sociedades libres.
Maquiavelo hace hincapié en que los ciudadanos corrientes son tan responsables de estas patologías como los dirigentes y los ricos. Después de presenciar los enfrentamientos sangrientos entre partidarios y enemigos del carismático fraile dominico Girolamo Savonarola —cuyos sermones contra la corrupción le convirtieron, durante un tiempo, en el líder real de Florencia—, Maquiavelo se dio cuenta de que el increíble poder del religioso derivaba más que de sus manipulaciones, de la credulidad de sus seguidores, que llenos de miedo y corrupción, vieron a Savonarola, con sus palabras contra el sistema, como su salvador. Sus seguidores y adversarios transformaron la política en una lucha por el alma de Florencia y, en el proceso, casi acabaron con la República.
Respecto a las desigualdades, Maquiavelo señala que, en sociedades de políticos con excesivo poder, mercaderes y banqueros, con tanta competitividad, todo el mundo se obsesiona con ganar o perder; con las clasificaciones y los títulos, e intenta adelantar a los demás como sea. “Porque a los hombres no les parece que tienen asegurada la posesión de lo que corresponde a un hombre si no adquieren algo nuevo”. En Florencia, ciudadanos de clase media arrinconaron y expulsaron a los trabajadores pobres del sistema gremial que había protegido sus derechos. El resultado fue una guerra civil que destruyó la confianza entre las clases sociales durante siglos. Si examinamos las democracias liberales de hoy, es fácil ver grietas como las que denunciaba Maquiavelo, testigo de la facilidad con la que el autoritarismo puede arraigar y florecer en circunstancias semejantes.
Cuando nos dice el “realismo maquiavélico” que, en este mundo despiadado, uno debe pensar ante todo en su propia seguridad, y que la preocupación por las luchas civiles y las desigualdades debe pasar a un segundo plano muy distante, la ironía radica en que Maquiavelo no estaba elogiando esos métodos, sino enseñando a los ciudadanos los mecanismos de la tiranía. Frases estremecedoras de El príncipe como la que sugiere que “los príncipes deben saber entrar en el mal”, exponen que era un hombre con un irrefrenable impulso satírico, y sus blancos preferidos eran los gobernantes que no respetaban ningún límite en su ambición de un poder cada vez mayor. Los argumentos más enérgicos de su obra, plantean que el unilateralismo egocéntrico es una forma muy poco realista de adquirir seguridad. “Las victorias nunca están aseguradas sin cierto grado de respeto, sobre todo, respeto a la justicia”. Si Maquiavelo viviera hoy, nos aconsejaría que asumamos más responsabilidad por nuestros problemas, en lugar de culpar a determinados líderes o al “sistema”. No cabe duda de que los políticos engañan, difaman, difunden “noticias falsas” y “posiciones alternativas”; pero algunos son tan quisquillosos respecto a su honor, tan propensos a caer en el pánico, que se cumple la máxima: “quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”.
No cabe duda de que las democracias actuales son inmensas máquinas impersonales manejadas por personas a las que parece importar más su carrera que el bien público. Pero los ciudadanos que desean el cambio deben organizarse y trabajar para lograrlo, no dejar todo en manos de extremistas o grandes salvadores que les prometen transformar el sistema. Cuando la gente está harta e irritada, apunta con perspicacia Maquiavelo, le es muy fácil “convencerse” de que un líder de comportamiento ilegal y “vida sin escrúpulos puede hacer que surja la libertad”. Pero el resultado nunca es el esperado. Los ciudadanos, que se dejan llevar demasiado deprisa por “grandes esperanzas y promesas deslumbrantes”, a menudo se encuentran después con que “bajo la superficie se esconde la ruina de la República”. A Maquiavelo le gustaba analizar los trucos retóricos con los que las personas se engañan a sí mismas para no tener que asumir su responsabilidad democrática de juzgar con atención las propuestas económicas, sociales, los antecedentes de los candidatos que pretenden tener más poder y recursos de los que por la Constitución le corresponden.
En nuestro pequeño gran país, cambiamos, luego de los quince años en que gobernaron quienes confunden el gobierno con el poder; la libertad con la anarquía, el dinero público con un coto privado. Apostamos por quienes exudaban libertad responsable, anti corrupción y cambios estructurales radicales. Finalizado el tercer año, la Coalición Republicana tiene profundas contradicciones que frustran el cumplimiento de promesas de campaña; padece ingenuidad supina para tomar decisiones en el empedrado camino que le impone una oposición ideológicamente conservadora. No han avanzado reformas imprescindibles del Estado, con parsimonia reduce gastos presupuestales injustificables, mientras la inflación y el endeudamiento castigan a los que menos tienen. Sus esfuerzos por estabilizar la economía devastada, herencia sin beneficio de inventario, es elogiada desde afuera, mientras logra magros consensos internos. Con soberbia o inmadurez una asesora económica pretende que el sector productivo contrate un seguro sobre el valor del dólar, mientras persiste una carga tributaria asfixiante y regulaciones absurdas. La Justicia, manejada con intencionalidad política, se especializa en profundizar la venganza contra los que supieron defender a la República, mientras claudica en castigar a fondo la corrupción. Las cárceles mantienen la condición de catacumbas humanas y universidad del delito; no pueden aislar a narco-delincuentes y su sicariato. Persisten privilegios del político, ajenos a la igualdad en el esfuerzo económico público, practicas de nepotismo y amiguismo impunes. Queda poca esperanza para que otra vez la mayoría le devuelva el voto; mientras el Frente enemigo, sin pagar penalmente por el desfalco de dinero público, insiste con cargar más al que trabaja, invierte, ahorra, emprende, genera empleo, o justifica el derecho a su jubilación. Asegura su público político miserablemente.
Cabe la advertencia de Maquiavelo en tiempos revulsivos en la región, sobre deslizarnos hacia el autoritarismo. Este genio de la ironía, con su brutal franqueza al hablar de los defectos del gobierno democrático y de sus responsables, deja en claro por qué una democracia basada en las leyes es siempre mejor que un gobierno autoritario: “Un pueblo capaz de hacer lo que quiere no es sabio, pero un príncipe capaz de hacer lo que quiere está loco”.