La frase inmortalizada por Alberto Olmedo aplica a TODOS. Porque llegamos a este mundo desnudos y sin riqueza personal. Mejorar esa condición igualitaria de base es, en principio, responsabilidad propia: esforzarnos para superarla. Luego depende de aquellos que elegimos para dirigirnos. Todos los gobiernos que llevaron las riendas del país fueron marcando las posibilidades que han dado a los uruguayos para superar la pobreza o perder oportunidades.
El flagelo de la pobreza llegó a un punto nunca visto en la crisis del 2002, cuando estalló el insostenible modelo de vivir endeudándonos. Desde allí, la sociedad experimentó mejoras parciales. Desde los escombros y a partir del alza de los precios internacionales, el orden en el gasto público que impulsó Jorge Batlle permitió a los gobiernos posteriores una bonanza tal que, de haber consolidado esa línea económica, pudimos haber mejorado notablemente la calidad de vida.
Todos los gobiernos que vinieron después no hicieron más que empobrecernos.
Fuimos cuesta abajo hacia el abismo del desempleo, la inflación creciente, la pérdida de poder adquisitivo y, casi nuevamente, el default.
Aunque este gobierno inició un camino de orden presupuestal, el dato de pobreza no se ha reducido porque, para ello, además de las acciones del Estado: la atención técnica a la indigencia y a la pobreza, liberada de corrupción, la supresión de “gestores” que usaron el asistencialismo para la batalla ideológica, se requiere tiempo y esfuerzo de cada individuo para incorporarlo y procesarlo.
La cifra que arrastramos de gobiernos anteriores refleja la decadencia a la que conduce inexorablemente el despilfarro, pese a que nuestro país produce y exporta alimentos para 30 millones de personas.
El equilibrio fiscal es un mandamiento inalterable y una condición nunca vista en las administraciones frentistas. Habrá que ver si tenemos la sensatez de mantener esa línea para construir una sociedad equitativa.
Mientras tanto, la clase media todavía no siente el alivio necesario en la disminución mínima del IRPF (impuesto a los sueldos) y al IASS (impuesto a las jubilaciones). No se han devuelto recursos al sector que produce; falta aumentar el consumo nacional. El lastre anterior no se ha podido superar íntegramente.
Persiste una carga tributaria excesiva que no devuelve en servicios y precios públicos el esfuerzo del contribuyente.
Sigue pesando sobre el trabajador una carga que lo obliga a la informalidad. Evadir no es una opción; se hace inviable para no ser pobre.
Al Estado le ha costado entender que aplicar impuestos insoportables no aumenta la recaudación, aumenta la evasión.
Una forma de supervivencia del laburante, el pequeño y mediano empresario, implica el riesgo de ser castigado como evasor simplemente porque compartir la rentabilidad con el gobierno hace inviable trabajar.
El ajuste presupuestal y la pobreza siempre tienen un costo electoral. Es facilísimo prometer milagros. Recaer en el engaño ya sabemos cómo termina.
El mercado laboral es un espejo de las circunstancias existenciales de la economía, en especial de los desaciertos gubernamentales.
Crear condiciones para superar la desocupación, la informalidad y la falta de inversión productiva costó el doble porque atravesamos juntos la pandemia.
Falta mucho para superar la pobreza y volver a una clase media potente. En estas elecciones, depende de cada uno de nosotros.
Parafraseando a Tato Bores en el documental “El misterio de la Argentina”, podemos pensar: “A medida que profundizamos en nuestras excavaciones no nos quedan dudas de que el Uruguay existió alguna vez. Pero lo que nos seguimos preguntando es: ¿cómo era aquel país? ¿cómo y por qué desapareció?”