HACIA DÓNDE IR…

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Por el Dr. Nelson Jorge Mosco Castellano

Acabó la I Guerra Mundial y cayó el Imperio de los Habsburgo. En el vacío de poder, los comunistas húngaros quisieron levantar un estado socialista, pero la reacción conservadora los derrotó y encumbró a Miklós Horthy, un viejo héroe de guerra, un almirante en un país sin mar que se convirtió en regente. Con Horthy volvió la paz al país de los caballeros y los amantes, el de los cuentos. Hungría gozó de dos décadas de conservadurismo y estabilidad burguesa, años felices por los menos, para los “buenos húngaros”. Los comunistas, los rumanos y los judíos soportaron como pudieron la presión de su gobierno. El primer país europeo que aprobó leyes antisemitas fue Hungría. Hasta que, en Alemania, llegó el Partido Nacional Socialista al Gobierno y Horthy, un aristócrata a la antigua, empezó a sentirse incómodo con el reflejo de su imagen que le llegaba de Berlín. Antisemita sí, militarista sí; pero borracho de cervecería… Eso nunca. De pronto, los nazis estaban en la frontera con Hungría. Budapest tuvo que inventar entonces una frágil política de aparente amistad y, en la medida de lo posible, autonomía respecto a Berlín; hasta el verano de 1944, cuando al Führer se le acabó la paciencia, hizo que sus tropas cruzaran la frontera e intervino sobre el Gobierno de su supuesto aliado. Durante los años anteriores, paradójicamente, Hungría se había convertido en un refugio seguro para miles de judíos de toda Europa Central. El día que Austria aceptó su anexión al Reich, el 12 de marzo de 1938, es el momento en el que arranca “Lo que no quise contar”. «Aquel día se derrumbaron los vestigios de la vieja Europa», escribe al comienzo de su relato Sándor Márai, que se describe a sí mismo como un periodista de éxito, un caballero joven, liberal que vivía muy cómodamente. «Recuerdo que por la noche tenía previsto ir al teatro. Estaba de buen humor. Trabajaba con soltura -tenía 38 años-, vertía sobre el papel las palabras de artículos y reseñas con tanta facilidad que, en lugar de un trabajo, parecía una distracción. Había aparcado delante del gran edificio del periódico el bonito coche que yo mismo conducía. En aquella época vivía sin preocupaciones». Cuando Márai quiso estacionar al lado de su casa, se encontró tres coches con matrícula austriaca. Sus dueños habían tenido los reflejos de escapar el primer día. Al día siguiente el escritor pasó la mañana jugando al tenis y en la piscina. Por la tarde, se fue a su estudio, leyó y escribió una carilla. El ideal de vida burgués. Márai estaba inquieto por Austria, pero aún no sabía interpretar las noticias con claridad. “Lo que no quise contar” es una lectura de la década que va de 1938 a1948 en clave de lucha de clases. Sólo que, por una vez, los burgueses son los buenos. Márai sostiene que esos 10 años que terminan con la instauración de una república socialista en Hungría, esclava de la Unión Soviética, representan el intento de aniquilación de la cultura burguesa. Primero desde la derecha y, después, desde la izquierda. La burguesía, en su escala de valores, representa el tenis y la literatura, el refinamiento, la cultura y la independencia. Pero eso no significa que los burgueses, fueran inocentes. Cuando Alemania entró en los Sudetes, fue una fiesta: el Reich respaldaba a los húngaros para que Budapest recuperara las tierras gobernadas por los checoslovacos que Hungría reclamaba como suyas. Márai participó en la expedición triunfal y pudo volver a la ciudad en la que había nacido, Kosice, después de 20 años. Un año después, cuando Hitler invadió Polonia, Márai supo de la noticia cuando cenaba en un restaurante. A su alrededor, sus vecinos brindaron con champán. Lo que sigue es la guerra y el dolce far niente de los que hacían por ignorarla, que fueron muchos. Y después, el hundimiento y la invasión soviética. La sede en Budapest del Partido de las Cruces Flechadas, los fascistas húngaros, se convirtió en la sede del Partido Comunista. Hoy, es un museo del totalitarismo. En una de sus salas, un maniquí aparece vestido de nazi. Al dar la vuelta, su disfraz se convierte en un uniforme comunista. Márai escapó, se fue a Estados Unidos. Se suicidó a los 88 años. Después de la invasión alemana, frente a tantas atrocidades perpetradas por los invasores secundados por fascistas húngaros, Márai escribió en su diario: «De hecho, los alemanes son magos. Han acertado a realizar el milagro de que cualquier ser humano decente espere honestamente y lleno de anhelo a los rusos, a los bolcheviques que llegan como libertadores». Estos «libertadores» no se metieron con él de momento, dada su fama. Pero con la ocupación soviética de Hungría y con el establecimiento del régimen comunista, la estrella de Márai comenzó a declinar. Tachado pronto de escritor «decadente y burgués», aquel europeo individualista y cosmopolita, de ideales humanistas, jamás pudo plegarse a la uniformización colectivizada que aceptaban la mayoría de sus colegas, y en 1948 abandonó Hungría definitivamente. El desmoronamiento político y moral de su patria bajo el yugo comunista y la vida errante que llevó junto a su esposa durante las últimas décadas de su vida contribuyeron al aislamiento de Márai. Continuó escribiendo diarios y alguna otra novela, y gracias a sus colaboraciones radiofónicas con la emisora Radio Europa Libre su voz llegaba a menudo al otro lado del «telón de acero», pero la vejez y la pérdida paulatina de sus seres queridos minaron su espíritu hasta agotarlo por completo. En “¡Tierra, Tierra, Márai narra los últimos años que pasó en su tierra natal; años muy convulsos, el cambio del régimen nazi al soviético, que experimentó en sus propias carnes. Sus observaciones sobre el «hombre soviético», fruto de varias semanas en las que se vio sometido a compartir casa con unos treinta soldados rusos; tiempo que dedicó observarles con detalle. Para él, el ser soviético era algo totalmente desconocido, e incluso llega a decir que tras esa convivencia forzada, «nunca, ni por un solo instante, sentí que tuviéramos algo en común», y que convivían «como si fuésemos animales del mismo redil». Apunta diversas características de esas personas que conoció, que demuestran las terribles consecuencias morales de la coacción sistemática. La negación de devolver lo prestado y el descaro que tenían al incumplir su palabra: ausencia de costumbre de cumplir con los contratos. El «yermo vacío de sus vidas»: ausencia de libertad para llevar a cabo los proyectos vitales de cada uno y la total represión de la conciencia y los comportamientos existentes en el régimen soviético. Las diferencias que existían entre los mayores, que habían sido educados en familia (y de los que dice que «a veces se atisbaba –por detrás de la máscara del bolchevique y del soldado rojo– un fenómeno muy entrañable: el del ser humano ruso») y los jóvenes que habían sido adoctrinados en los campos de educación marxista-leninista: adoctrinamiento estatal y usurpación de la familia como legítimo educador. La aniquilación de todo lo individual (como el reconocimiento y logro personales, incentivos existentes en una economía de mercado), el convertir al individuo en un simple número que es manipulado desde una autoridad central: «el ruso sabe que su persona no importa mucho… sólo importa si es posible utilizar al hombre en cuestión, es decir, el material disponible», llega a decir Márai. También, ejemplos de la miseria oculta que vivían los soviéticos, como el del soldado ruso que le confiesa al autor, mirando alrededor con cautela: «si yo hablara algún idioma no volvería a Rusia… en mi país no se está bien… Además, no hay libertad. No nos enseñan idiomas porque no quieren que podamos leer libros extranjeros». Cuenta el caso de un prisionero, que habiendo estado encarcelado por húngaros y soviéticos, afirmaba que, a pesar de que los primeros le trataban con crueldad, en su cárcel seguía existiendo como individuo, mientras que con los segundos su individualidad había desaparecido. Igualmente removedoras son sus reflexiones sobre el comunismo, algo que no puede existir sin el Terror, «porque un sistema cuyas dimensiones no son humanas sólo puede ser aceptado por la fuerza, con métodos inhumanos»; y aprovecha para criticar la pasividad y aquiescencia de los intelectuales europeos de la época, que «fingían ignorar que un régimen que solo puede sobrevivir si les arrebata a los seres humanos su libertad –la del derecho a la propiedad privada, de empresa, del derecho al trabajo, de expresión, la de escribir…– no puede renunciar a la tiranía porque ésa es la única posibilidad de salvaguardar el poder». También habla del comunismo como una nueva religión represiva, que consiste en la «estatalización o expropiación del alma», consecuencia de coartar la libertad individual al máximo y de abolir la propiedad privada. Hasta se encuentra una observación que apoyaría ciertas tesis de los anarquistas de mercado, periodo inmediatamente posterior al cerco de Budapest por parte del Ejército Rojo: «Cuando no existían ni el Estado ni la Administración, la gente se las arreglaba bien, por extraño que parezca, basándose en un orden personal e individual. No existía ningún tipo de sistema, pero había un orden personal que funcionaba», orden que se rompió cuando los comunistas trataron de planificar la sociedad húngara, siempre desde el aparato centralizado de Moscú. Márai se sentía asfixiado, como «un dato numérico dentro de una categoría dada», totalmente despojado de la libertad, no solo para escribir sino especialmente para callar libremente, porque comprendió que con su mera presencia estaba justificando la violencia existente, y ese «es el momento en que hay que abandonar el área infectada» y decir no; debía marcharse de Hungría para que no pudieran comprarle como individuo. Es en el momento en que se pregunta hacia dónde ir, cuando se plantea a sí mismo la siguiente reflexión, que sigue muy vigente en la actualidad: «¿En qué parte de Europa existe un verdadero afán de libertad con todas sus consecuencias? Si la gente desea realmente la libertad, ¿por qué aguantar sin rechistar todo tipo de servidumbre?»

            Como enseña Hayek: cuando el gobierno desde el Estado va ampliando la seguridad económica de ingresos, tanto a sus políticos, a los burócratas que incorpora, como a aquellos que va asegurando asistencialismo, va matando la libertad económica, que es la que genera el espíritu emprendedor para ir asumiendo riesgos en buscar las variantes sociales que pueden modificar y hacer crecer la economía. De esa forma el gobierno no puede satisfacer con recursos cada vez más escasos que detrae de quienes producen, que también exigen sumarse al carro de asegurados económicos por el gobierno. En nuestro tiempo, aquella burguesía se transformó en burocracia apañada desde la política, creciendo desmesuradamente, hasta ahogar económicamente a quienes tienen que soportarla. El agobio exasperante, terminal, provoca, otra vez, dos alternativas: la que reedita la opción hacia un totalitarismo de gobierno: socialismo, comunismo, hoy disfrazado de opción electoral; y la de quienes rechazan por insatisfacción, también a aquella vieja casta política inoperante para satisfacerlos, enquistada en el poder. Incluye, por defecto, un odio intransigente contra el sistema democrático, al que culpan de ser permeable a la corrupción, que en definitiva son crecientes privilegios que reparte el político para subsistir. Sigue impertérrita, mientras quienes exacerban el odio, ganan elecciones, e instantáneamente, caen en incumplimiento de promesas vanas, pierden la adhesión, y generan el caos. Las transformaciones ideales de reducir privilegios para posibilitar que la libertad económica vuelva a crecer no tienen tiempo de concretarse; llegan tarde. El gobierno no explica, por cobardía o por inoperancia, lo cerca que estamos de reeditar aquellos viejos errores claudicantes para la humanidad. Instituciones anómicas como el parlamento y la administración de justicia incentivan la desesperación de muchos que están perdiendo pie, condenados a la servidumbre. Al igual que en Cuba, Venezuela, Nicaragua, donde la pobreza extrema es sojuzgada por un régimen de terror, se le suman el cultivo de pobres y el repudio al político. Así se escucha en Perú, en Chile, en Colombia, Argentina, Brasil, EEUU. En Uruguay lo único que se puede hacer es endilgarle la culpa de encaminarnos al desastre a otro, justificadamente, por haber empedrado el camino: los 15 años de gobiernos del frente amplio y del sindicalismo comunista, que enterraron las ilusiones en la utopía. Esa realidad histórica, y el freno al cambio, no pueden convencer al pobre que espere; la gente quiere  sacarse el ancla sin sentir dolor. Como allá, cualquier voz antisistema tendrá eco en un pueblo hastiado de inseguridad, desempleo, atraso educativo, invasión del narco que sustituye al Estado: “ocupa” niños y mujeres, da “asistencia” al barrio. Mientras tanto, ya se ofrecen en outlet candidatos para “hacer lo que hay que hacer”.

            Liderazgos devaluados desde el Vaticano y el “imperio”, advierten a sordos, mudos, contumaces, ineptos y obsecuentes, que empezó el tercer holocausto. Decidir con visión de presente y convicción de futuro hacia dónde ir es el desafío, ahora.

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