El futuro ministro del interior, el ex fiscal Carlos Negro, dijo que la guerra contra el narcotráfico «está perdida», enfatizando que la estrategia de persecución y erradicación solo mantiene los mercados ilícitos intactos, mientras que las consecuencias sociales y de violencia se profundizan. Este diagnóstico coincide con la realidad de muchos países de América Latina, donde solamente las políticas de mano dura no han logrado frenar el crecimiento de las redes de narcotráfico ni la expansión del consumo. Frente a este panorama, sería prudente replantear las estrategias, combinando un enfoque punitivo eficiente, combinado con políticas centradas en la salud pública, la prevención y la reducción de daños.
La historia de la “guerra contra las drogas”, se inicia hace medio siglo con la declaración de Richard Nixon de emprender una “ofensiva total”, este enfoque ha marcado profundamente la política y la sociedad en América Latina. En un escenario en el que la incautación de drogas y los arrestos se han convertido en los emblemas de un “éxito” aparente, las cifras globales, y la evidencia en las calles, cómo el incremento del consumo y la persistencia de estructuras criminales demuestran que la estrategia represiva actual no sólo ha fracasado en detener el tráfico, sino que ha generado efectos colaterales devastadores.
El avance del narcotráfico en Uruguay es el resultado directo de políticas permisivas y una justicia que, lejos de disuadir el crimen, parece facilitarlo. Mientras las organizaciones delictivas se fortalecen, las respuestas estatales han sido tibias, ineficaces y burocráticas. Es imperativo fortalecer el sistema judicial y policial, dotándolo de herramientas reales para combatir el narcotráfico con penas más severas, mayor respaldo operativo y reformas que impidan que los delincuentes entren por una puerta y salgan por la otra. La represión debe ser firme, pero también debe acompañarse de políticas serias de prevención y rehabilitación para evitar que nuevas generaciones caigan en las redes del crimen.
En el ámbito internacional, el Informe Mundial sobre las Drogas 2024 de la UNODC (United Nations Office on Drugs and Crime) evidencia que, pese a los esfuerzos represivos, tanto la producción como la comercialización han seguido en aumento, lo que pone en entredicho la premisa básica de que reducir la oferta inevitablemente disminuirá el consumo. Este informe señala que en 2022 se registró una cifra récord de 2.757 toneladas de cocaína, lo que evidencia un incremento sostenido en la producción a pesar de las estrategias represivas. Los datos reflejan la capacidad de adaptación de las organizaciones criminales, que reorganizan sus estructuras y métodos para evadir la acción estatal, mientras que los países se ven inmersos en una carrera que favorece la dinámica del mercado ilícito.
En Brasil, la implementación de la Ley 11.343, aprobada en 2006, ha derivado en un encarcelamiento masivo que ha afectado de manera desproporcionada a las poblaciones más vulnerables, sin lograr disminuir de forma efectiva la actividad de los grandes narcotraficantes. Informes de entidades como Amnistía Internacional y el Observatorio de la Drogas de la OEA señalan que estas políticas han criminalizado a jóvenes y comunidades marginadas, mientras los verdaderos beneficiarios del narcotráfico continúan operando con impunidad. La estrategia represiva actual en el vecino país, al castigar a los eslabones más débiles, refuerza un círculo vicioso que ignora la complejidad del fenómeno y perpetúa una estructura de violencia y exclusión social.
El espejismo de los indicadores tradicionales
Las métricas tradicionales (como la cantidad de drogas incautadas, el número de detenidos y la frecuencia de operativos) se han convertido en la piedra angular para medir el «éxito» de la lucha antidrogas. Sin embargo, estos indicadores ofrecen una imagen distorsionada del avance real, pues se centran en acciones superficiales en lugar de abordar la compleja dinámica del mercado ilícito. En esencia, estos números generan una ilusión de progreso que no se corresponde con la transformación estructural que demanda el problema, y mucho menos refleja lo que vemos todos los días en la calle.
La realidad es que la incautación de grandes cantidades de droga o la captura de un capo no equivale al desmantelamiento de una red criminal. Las organizaciones narcotraficantes han demostrado una notable capacidad para adaptarse y reorganizarse, lo que perpetúa la continuidad de sus operaciones pese a los «golpes» anunciados. Este enfoque retributivo, que castiga sobre todo a los actores de menor escala, deja intactos los mecanismos que permiten que el narcotráfico siga operando y expandiéndose.
Frente a esta situación, se hace urgente adoptar un nuevo paradigma que combine la salud pública y la prevención, con la represión del delito. Es imperativo invertir en este tipo de estrategias, reconociendo que el problema de las drogas requiere respuestas integrales y basadas en evidencia. En el ámbito de la salud pública se debe diseñar una política que asista a los adictos en todas sus etapas, en los recientes enfocados en su desintoxicación y en los casos más graves enfocarse en la internación compulsiva. Con respecto a la prevención se debe invertir en los docentes como primera barrera de detección y alerta en las escuelas, docentes calificados para apretar el “botón de pánico” y desencadenar el protocolo correspondiente a cada caso.
Un cambio de enfoque permitiría ampliar la eficiencia de las políticas actuales con programas que aborden las raíces sociales del consumo problemático, fortaleciendo la red de seguridad social. A esto hay que combinarlo con políticas anticorrupción más eficientes a nivel gubernamental.
En este nuevo esquema, el éxito debería medirse a través de indicadores que reflejen una disminución real en el consumo problemático, una reducción de la violencia y la corrupción asociadas, y una mayor eficiencia en el sistema judicial y policial. Estos nuevos parámetros no sólo ofrecerían una visión más precisa del impacto de las políticas públicas, sino que también fomentarán la implementación de estrategias que, en última instancia, transformen de manera efectiva el entorno social y de seguridad en torno al fenómeno del narcotráfico.
El Estado, como aparato integrador de la sociedad, debe estar presente en los barrios más vulnerables. A más Estado ausente, mayor cantidad de problemas sociales para atender.
La tan promocionada guerra contra las drogas es un laberinto de estadísticas que se han explotado para alimentar una narrativa de «éxito» gubernamental, pero en realidad han dejado sin solución un fenómeno que sigue creciendo y expandiéndose. Los operativos, las incautaciones y los arrestos han servido más para reforzar una imagen política que para desmantelar las estructuras del narcotráfico, permitiendo que los grandes actores del mercado ilícito continúen operando mientras las comunidades vulnerables pagan el precio de un sistema punitivo.
Es urgente que se complemente el modelo de la represión con estrategias basadas en evidencia, estrategias de salud pública y prevención. Este cambio de paradigma es esencial para transformar el campo de batalla, desplazando el foco de lo represivo incluyendo al ámbito de la salud y de la intervención preventiva. No se trata de rendirse, sino de cambiar el campo de batalla. Para esto se requiere un acuerdo interpartidario enfocado en una política de Estado a largo plazo. Requiere de un sistema político comprometido con la causa de los ciudadanos.
Como advirtió el futuro ministro del Interior, la guerra contra el narcotráfico no solo está perdida, sino que mantiene intactos los mercados ilícitos. Sin un giro en la estrategia, seguiremos atrapados en una espiral de violencia y exclusión.
“ La causa de los pueblos no admite la menor demora”.
José Gervasio Artigas.
