Libertad e igualdad

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Hay principios seductores desde el punto de vista social, de los que han hecho caudal todas las utopías en el curso de la historia, pero que han colisionado con la realidad, con la consiguiente resultancia de cruentas frustraciones.

Es que las utopías desconocen la condición humana, ignoran el ser y ponen el énfasis en el deber ser conforme a elucubraciones de la razón.

Uno de ellos es la pretensión de conciliar la libertad con la igualdad.

Para el insigne pensador Isaiah Berlin (1909-1997) la libertad y la igualdad son fines contradictorios o irreconciliables, se repelen, son alérgicas una a la otra. Llega a estas conclusiones, el notable ensayista letón, luego de analizar en profundidad la naturaleza humana. Los seres humanos somos genéticamente desiguales, la diversidad y variedad de carácter, talento, virtud, aptitud, cultura, salud, etcétera, son insoslayables. A su vez en uso de nuestra libertad personal adoptamos decisiones que tienen consecuencias que marcan desigualdades con nuestros semejantes. Sobre todo esto hay un consenso generalizado.

No obstante, el problema se plantea con las desigualdades de ingresos y patrimonio entre las personas. Pero lo que no reparan los igualitaristas es que precisamente ello es consecuencia de la diversidad humana.

Las actitudes innovadoras, creativas, criteriosas y valoradas por los demás, determinan que por ejemplo un científico, un inventor, un deportista, un actor o un emprendedor tengan un ingreso muy superior al resto, lo cual le permitirá ahorrar e invertir en activos financieros, mobiliarios o inmobiliarios.

Ello es el estímulo, el incentivo que permiten que los individuos y por ende las sociedades prosperen. El valor de nuestro trabajo lo determina el consumidor o usuario de un producto o servicio o el espectador de un evento deportivo o artístico.

Siempre van a existir unos que triunfan y otros que fracasan, emprendimientos que tienen éxito y otros que quiebran, personas que ganan un concurso y otras que lo pierden.

Los liberales defendemos la igualdad ante la ley de todas las personas, pero no el igualitarismo que es la muerte de la libertad y de la prosperidad.

La uniformización económico social descendente o las escasas diferencias de rentas, son letales para el progreso humano.

Gracias a los medianos y grandes ingresos y patrimonios existen contribuyentes que sustentan las políticas públicas de solidaridad social. La solidaridad y no la igualdad es lo que permite atender las necesidades básicas de los imprevisores, los indolentes o los infortunados. La solidaridad social es la ancestral caridad o filantropía, convertida modernamente en política pública.

En cambio, el igualitarismo y la reducción arbitraria de las desigualdades de renta es la idealización del egoísmo, que como bien lo calificó John Stuart Mill es la más antisocial y perniciosa de todas las pasiones.

El sistema tributario de un Estado moderno debe ser justo y neutro, para distorsionar lo menos posible la asignación o distribución de recursos, que la cooperación libre y voluntaria en el mercado, asigna cada uno. Ello es el auténtico concepto de justicia al que hacía referencia Ulpiano desde la antigua Roma. Si con el afán de reasignar o redistribuir el ingreso, desestimulamos a quienes crean riqueza la misma disminuirá y la pobreza aumentará, recordemos que la economía es la administración de la escasez.

Muchos países, gobernados por políticos que alimentan gigantescas clientelas para mantenerse o acceder algún día al Poder, no sólo incrementan exponencialmente la exacción tributaria y la descontrolada emisión monetaria, que crea el impuesto inflacionario, sino que endeudan irresponsablemente a las futuras generaciones.

La Argentina es un ejemplo paradigmático al respecto en los últimos setenta años.

Debemos ser muy prudentes y cautelosos con el gasto público, para poder sustentar la solidaridad social en un marco de prosperidad, que es lo que nos diferencia a los liberales tanto de los socialistas que están obsesionados por la igualdad, como de los libertarios que le es indiferente la desigualdad.

Juan Bautista Alberdi ya lo decía en el siglo XIX: “¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse?  Lo que Diógenes exigía de Alejandro que no le haga sombra”. El gobierno nacional, moderado y centrista, no le va a hacer sombra a los sectores productivos, que coyunturalmente se ven beneficiados por los precios internacionales de las materias primas, dado que al vender a más alto precio sus productos van a pagar más impuestos, y además esa transitoria renta inesperada va a incentivar la inversión y la reinversión con todo lo que ello implica de crecimiento y distribución espontánea.

En cambio, Argentina con una inflación galopante y aumento exponencial de la pobreza, mantiene un cepo cambiario, una emisión descontrolada, retenciones absurdas y aspira a gravar la renta inesperada. Todas ellas recetas ensayas y fracasadas una y otra vez.

Nuestro País aprendió más del tucumano Alberdi, que vivió en Montevideo de 1838 a 1843, que su propia Patria, sobre el valor de la libertad para construir prosperidad. La evidencia empírica nos demuestra que ninguna ingeniería social puede conciliar lo inconciliable.

No obstante, como decía Daniel Villey: “El socialismo moviliza fervores. Jamás será el capitalismo objeto de entusiasmos. La economía liberal no es una solución exaltante. Es una solución razonable y eficaz. La doctrina socialista se propone como un sucedáneo de la religión. El liberalismo es la doctrina que rehúsa hacer del sistema económico una religión”.       

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