Gilbert Keith Chesterton en su genial novela “La taberna errante” sitúa la acción en Gran Bretaña; y llama la atención el parecido con algunas conductas de gobiernos y otros grupos de nuestra actual sociedad que, de repente, quedan fascinados por cualquier otro modo de vida diferente del que ellos conocen y se ha vivido en su entorno durante siglos… Pero deciden que no les gusta y quieren cambiarlo. No importa que hayan sido años de pruebas y error, ajustes, búsqueda de las mejores soluciones: hay que cambiarlo todo porque sospechan que misteriosos poderes ocultos controlan las conciencias de la gente.
El relativismo nos fue ganando a todos en diversa medida, imperceptiblemente, cultivando la conducta anti-meritocracia del vago, del “piola”, del ventajero. A partir de allí, los vivos de siempre –inútiles sin referencia- descubrieron que la política era una herramienta para alcanzar un cargo. Muchos, luego de colgar las armas, la utilizaron volviendo al ruedo con el argumento de la necesidad de un “cambio de la sociedad”, representando de una “clase” postergada a la que había que repartirle más recursos de otros. Los recursos los obtuvieron, sin esfuerzo, del viejo “fierro” que nunca dejaron de admirar.
Tal mixtura, les permitió, además de fidelizar a la clientela a su añosa verba intolerante, anti sistema, violenta. En eso estamos. Destruyendo el pasado, y con él aquellos valores legados por los inmigrantes, que, no por casualidad, nos trajeron por más de 100 años hasta acá. Claro que, es difícil convivir con quienes además del destruir el pasado con odio, no tienen un plan sustitutivo salvo aquél que donde se aplicó extendió la guerra por otros de 70 años. Convivir con una dirigencia política que pretende arrasar con el esfuerzo, el trabajo, la convivencia, la tolerancia, la producción y la educación, se va haciendo cada vez algo más parecido a una guerra. Esa guerra que creemos ingenuamente que nunca nos va a llegar.
Lamento decepcionarlos, esa guerra está aquí, y nos encuentra inermes en capacidad de confrontar. Nuestros enemigos, y son tales, confundirlos con ocasionales adversarios, es el primer paso para reproducir la tragedia que asalta a millones de sudamericanos con denudada sevicia, abrevaron allí donde se subordinan la ideología los principios constitucionales, legales, morales y éticos que nos dimos los uruguayos. Esa otra sociedad que apostó al “cambio” por el hombre nuevo y que los comunistas criollos definen como una “democracia diferente”.
Pese a la leyenda de una Cuba inmoral que era una especie de lupanar de los norteamericanos, la sociedad cubana de los años cincuenta del siglo pasado era, como sucedía en toda Hispanoamérica, bastante pacata, y las mujeres, especialmente las de los sectores sociales medios y urbanos, solían llegar vírgenes al matrimonio, aunque los novios, como en todas partes, buscaban los momentos más oscuros para sus maniobras, hoy diríamos, clintonianas. No obstante, esa fase de la represión sexual duró poco tiempo. En los dos primeros años de la dictadura vino la ruptura total con la Iglesia, los colegios privados fueron estatizados y, como muchos de ellos eran católicos y protestantes, de pronto se dio la paradoja de una revolución que se quedó a la búsqueda de un marco ético en el cual encuadrar su moral sexual. Los viejos comunistas, que en cierto momento inicial, en los años veinte, predicaron el amor libre, tampoco tenían nada claro cuáles eran los límites del Estado en esta materia.
Así que en los primeros meses de la revolución se persiguió el aborto con firmeza, se cerraron casi todos los prostíbulos y se intentó reeducar a numerosas prostitutas para convertirlas en costureras o chóferes de taxi. Sin embargo, paralelamente eran conocidas las divertidas “fiestas de perchero”―porque te entregaban uno cuando llegabas para colgar toda tu ropa―y las constantes y promiscuas aventuras sexuales de algunos famosos comandantes. Cuenta Benjamín de Yurre, ex secretario privado del entonces presidente del país, Manuel Urrutia, el caso de Camilo Cienfuegos. De Yurre estaba en el despacho de Camilo cuando Raúl Castro entró violentamente en el recinto y reprochó al popular comandante su conducta y que gastara los recursos del país en constantes francachelas de sexo y alcohol, que se llevaban a cabo en el hotel todavía llamado Habana Hilton. Camilo reaccionó indignado e intentó sacar su arma, acción que impidieron el oficial Olo Pantoja y otros asistentes de ambos militares. En medio de esas contradicciones, el gobierno propició el matrimonio de cientos de parejas campesinas que no estaban casadas como Dios manda. La ausencia de ese vínculo legal preocupaba a estos desnortados revolucionarios atrapados entre El Capital y el Catecismo. Era tal la preocupación del gobierno por la castidad y el recto comportamiento de los cubanos, que en 1959 numerosas posadas fueron súbitamente clausuradas. Enviaron patrullas armadas a clausurarlas y a reprimir la conducta de quienes estaban dentro.
El peor aspecto del totalitarismo es la intromisión del Estado en la zona afectiva de los individuos, y muy especialmente su repugnante control de las relaciones sexuales. A lo largo de más de medio siglo, la dictadura castrista ha impuesto a los cubanos cómo y a quiénes deben querer, y a quiénes deben rechazar. Desde el principio, el gobierno decretó que no se podía tener relaciones con los familiares que emigraban del país. Pero no sólo se trataba de cortar amarras con las personas que tomaban el camino del exilio. El único afecto posible y legítimo era el que se profesaba a Fidel Castro y a la revolución. Bastaba con que alguien fuera desafecto a la dictadura comunista, es decir, que pensara, razonablemente, que casi todo lo que estaban haciendo aquellos jóvenes dogmáticos y violentos era un cruel disparate, para que se le tratara como a una especie de leproso moral a quien se debía negar el saludo. Se echaba a estos cubanos desafectos de sus puestos de trabajo, en asambleas humillantes en las que solían maltratarlos de palabra; también se les aislaba socialmente, y a sus hijos, creando una categoría de parias intocables dentro de la sociedad cubana. Las planillas que debían llenar los cubanos llevaban la pregunta envenenada: “¿Tiene relaciones con personas desafectas a la revolución o con familiares radicados en el exterior?”.
Los desafectos, calificados como gusanos por el aparato propagandístico del régimen, acabaron asumiendo la ofensa como una etiqueta inevitable: gusano. El mote dejó de ser una ofensa y pasó a convertirse en una distinción con que se calificaban entre los demócratas “Gusano, y a mucha honra”.
Las relaciones y las preferencias sexuales de los individuos también cayeron bajo el control afectivo del régimen. Un buen revolucionario no debía casarse con una extranjera del mundillo capitalista, y ni siquiera estaba bien visto que lo hiciera con una camarada del bloque socialista. A partir de ese momento se desataba una especie de paranoia genital en las filas de la Seguridad del Estado. El homosexualismo y el lesbianismo, cuyos síntomas más evidentes eran el peinado, las ropas ajustadas o el tipo de música decadente que les gustaba a ciertos jóvenes, serían eliminadas cortando caña o sembrando malanga de sol a sol. Esa furia homofóbica tenía un componente hipócrita, dado que convivía con las muy frecuentes prácticas de sexo en grupo, tríos generalmente orquestados por un líder revolucionario o un alto oficial del Ejército rebelde acompañado de dos mujeres, a las que alentaban para que se entregaran a prácticas lésbicas que alimentaban las fantasías eróticas de los contradictorios revolucionarios. Los Castro pretendían crear al hombre sexualmente nuevo.
Algo nada sorprendente: al fin y al cabo, uno de los rasgos más desagradables de los revolucionarios, infatigables ingenieros sociales, es que no conocen la duda en campo alguno, y se dedican incesante y vanidosamente a tratar de clonarse. Los revolucionarios saben lo que las personas deben creer o rechazar. Saben lo que deben producir y consumir. Saben cómo deben vestir o divertirse. Saben todos los males que las aquejan y conocen todas las soluciones.
Lo saben todo, y entre las cosas que entonces creían saber estaba la de cuál era la conducta sexual adecuada, y qué comportamientos y costumbres debían ser reprimidos. Es conocida la infame existencia de los centros de reeducación política y moral conocidos como UMAP, Unidades Militares de Ayuda a la Producción, campos de concentración, rodeados de alambre de púas, en los que internaron a varios miles de jóvenes creyentes, hijos de personas desafectas, homosexuales o, simplemente, muchachos afeminados que no cumplían con el código gestual exigido por los machos supuestamente desbordados de testosterona que ejercían el poder. Según dijo Carlos Franqui, persona que en los sesenta todavía estaba muy cerca del poder, Fidel fue el autor de la iniciativa, pero Raúl la aprobó con entusiasmo y se encargó de llevarla a cabo, como ministro de Defensa. Ambos creían que podían construir el hombre nuevo –viril, revolucionario, laborioso, desinteresado, colectivista, antiamericano, ateo, sudoroso, brusco, con pelo corto y ropa holgada de macho rural– mediante una combinación de entusiasmo, represión, intimidación y, como dicen los sicólogos behavioristas, refuerzos negativos. Creían que mediante el trabajo forzado y la mano dura podían remodelar el carácter díscolo de esos jóvenes que no comprendían la grandeza de la revolución y las bondades del comunismo.
En los campos de la UMAP, donde se comía y bebía poco y asquerosamente mal, hubo crueles golpizas, personas arrastradas por caballos, reclusos amarrados a los alambres de púas mientras eran literalmente desangrados por los mosquitos y comidos por las hormigas. Hubo fusilamientos sumarios, jóvenes sepultados vivos, con la cabeza fuera de la tierra, calcinados por el sol, y, como era predecible, muchas automutilaciones para escapar de aquellos infiernos rumbo a algún hospital, y varios suicidios de muchachos absolutamente desesperados. Aquellos humillantes atropellos terminaron como resultado de las clamorosas protestas internacionales en defensa de los homosexuales, especialmente las iniciadas en Francia por el cineasta Néstor Almendros, ganador de un Óscar y autor (junto con Orlando Jiménez-Leal) de un excelente documental sobre el tema, “Conducta impropia”. Ernesto Cardenal, intentó exculpar a Fidel Castro con la obscena obra “En Cuba”, uno de los esfuerzos más ridículos para liberar de culpas a responsables de salvajes comportamientos. Sugiere que propio Comandante liquidó los campamentos tras infiltrarse subrepticiamente en uno de ellos y comprobar la existencia de abusos incalificables para confirmar las denuncias que venían del exterior. Durante toda la década de los setenta continuaron echando de la universidad a numerosos jóvenes, acusados en asambleas públicas de tener esas preferencias sexuales. Asimismo, miles de personas que eran o parecían ser homosexuales fueron violentamente expulsadas de Cuba en el marco del éxodo del Mariel, en abril de 1980.¿Por qué esta moralina idiota? En realidad, porque habían llegado al poder unos tipos autoritarios, totalmente ignorantes de la complejidad de la naturaleza humana, y como en esa época todavía prevalecía la moral tradicional, acompañada desde 1959 de una absoluta falta de respeto por la libertad individual, llevaron esta visión hasta sus últimas consecuencias.
La señora Mariela Castro, hija del dictador cubano, dirigió en La Habana una manifestación en la que predominaban homosexuales, lesbianas y transexuales que protestaban contra una de las variantes del machismo de la sociedad y, sin duda, del Estado cubano. En Cuba se puede protestar contra algunos aspectos de la represión sexual pero no contra la represión política o la falta de libertades cívicas. Cuba debe de ser el único país del mundo en el que es más fácil cambiar de sexo que de partido político. En esencia, la sociedad cubana sigue estando en manos de lo que algunos llaman el machismo-leninismo.
De estas maestrías en tiranías opacas y sus conspicuos defensores, llegamos a quienes las asimilaron para su beneficio, simulando querer construir consensos mientras predican el odio sin retaceos, escamotean la verdad, y carecen de sentimientos humanos con sus propios connacionales. Procuran impunidades con actos teatrales en los que nada limita al engaño artero. Emulan los métodos de la cloaca autoritaria en dónde pretenden sumergirnos. Los políticos ineptos, falaces, delincuentes, temerosos de enfrentarlos y responder a su agresión, dejan anémica a la sociedad. Inerme, permeable a las mafias que asolan desde el poder, a los narcotraficantes consorciados; y al relato que al final, impondrán a sangre y fuego. MACHISMO-LENINISMO, que le dicen