Hoy nos proponemos culminar esta serie de tres meditaciones veraniegas, previo a abordar en las próximas columnas el cincuentenario de los hechos de febrero de 1973, donde las Fuerzas Armadas Uruguayas pasan de ser sostenedoras a detentadoras del Poder. Pero vayamos al tema que hoy nos ocupa.
Vivimos en una sociedad grande, abierta, moderna, la cual difiere sustancialmente de la sociedad tribal, por esencia cerrada, de la que formaron parte nuestros ancestros más lejanos en la corriente del tiempo. Esto lo han estudiado, con decantada erudición, tanto Popper como Hayek.
La sociedad contemporánea carece de la homogeneidad y unicidad, que poseía la tribu, el acuerdo espontáneo de cooperación entre sus miembros se basa en el reconocimiento de la diversidad y el pluralismo en lo político, religioso, filosófico, ideológico y ético. Lo que hace que el sistema funcione y prospere admirablemente es la existencia de un conjunto de normas impersonales, generales y abstractas que garantizan que la libertad de cada uno pueda coexistir con la libertad de los demás, sin pretender la consecución de un objetivo común.
Con las únicas excepciones de la guerra o las catástrofes, donde es imprescindible, para sobrevivir, que se desplieguen poderes de emergencia que implican un grado de coacción desusado, con el fin de lograr un objetivo común. Por ello Carl Schmitt, de cuyo pensamiento estoy en las antípodas, hacía radicar la soberanía en “aquél que decide el estado de excepción”, ante situaciones en que la normalidad periclitaba. Pero en situaciones de normalidad los humanos conviven en paz y cooperan entre sí sin necesidad de tener que ponerse de acuerdo en objetivos comunes, persiguen sus fines individuales o de las asociaciones, que por libre voluntad forman parte, con el límite infranqueable de no causar daño a los derechos de sus semejantes.
Por ello, como lo hemos expuesto reiteradamente, la Libertad implica la ausencia de coacción arbitraria de parte de otros humanos o del Estado. Como magistralmente lo exponía Hayek: “En una sociedad libre, el bien general consiste principalmente en facilitar la persecución de fines individuales que no se conocen”. Ello es la antítesis del Estado totalitario, hegemónico u omnipotente. De ahí que Duguit afirmara que el contenido esencial del Derecho es: “la libertad de contratación, la inviolabilidad de la propiedad y la obligación de indemnizar por el daño infligido a terceros”.
Este orden liberal es incompatible con la soberanía ilimitada de los complejos orgánicos del Estado moderno, que invocando la representación de esa entelequia denominada Pueblo, se arrogan una autoridad ilimitada para hacer lo que se les antoje, ahí se encuentra el origen de la degradación del Derecho y de la Justicia.
Para que la democracia, formidable instrumento de pacifica alternancia de los gobernantes, sea un baluarte de la Libertad, la coacción que se ejerce sobre el individuo debe carecer de la nota de arbitrariedad, por ello la ley para ser tal debe ser general y abstracta. Que el Estado prevea y haga todo o lo más relevante, no sólo es absurdo, sino contrario a la naturaleza humana y al grado de civilización que hemos alcanzado.
La sociedad abierta asegura evolución y continuidad, cambio y estabilidad, pero todo en un marco de complejos equilibrios que no comprendemos a cabalidad. La llamada de la tribu, al decir de Mario Vargas Llosa, está latente en nuestro tiempo y es encarnada por los colectivistas de izquierda y de derecha, es pretender imponer normas de comportamiento de la sociedad tribal, una involución cultural que conlleva la extinción de la Libertad, conquista de la sociedad abierta, plural y diversa. No es casual que muchas corrientes religiosas reivindiquen formas de comportamiento tribales-como la propiedad común de los bienes-, es que La Biblia y el Corán son fruto de sociedades tribales, sin tener en cuenta dicha circunstancia no comprenderíamos su contenido.
Ello no significa subestimar el valor de la religión como guardián de la tradición en el proceso de evolución de las sociedades humanas. La sociedad libre no pudo ser extinguida ni por el comunismo ni por el fascismo, cuyas ideologías tienen un relevante componente nostálgico tribal. Hoy el mayor peligro para la Libertad es el extravío del ideal democrático en que contemporáneamente se empeñan los modernos populismos, cuya demagogia no tiene límites.
Las conquistas de la civilización están seriamente afectadas por un virus social, muchas veces imperceptible, que ha minado conceptos e instituciones, por ello, quizá aburriendo a los estimados lectores, he creído del caso escribir sobre estas cuestiones que no siempre tenemos el tiempo y la oportunidad de reflexionar.
Edmund Burke nos dejó para la posteridad una reflexión admirable, que quiero compartir con ustedes: “Un hombre ignorante que no es suficientemente tonto para entrometerse con su reloj está, sin embargo, confiado para pensar que puede, con seguridad tomar las piezas y armarlas a su antojo de una máquina moral de otro tipo, importancia y complejidad, compuesta de muchas otras ruedas, resortes, contrapesos y poderes cooperadores y contrastantes. Los hombres piensan poco que tan inmoralmente actúan al entrometerse apresuradamente con lo que no comprenden”.