Por el Dr. Nelson Jorge Mosco Castellano
Robert L. Schuettinger y Eamonn F. Butler, co-autores de la “4000 AÑOS DE CONTROLES Y PRECIOS Y SALARIOS, Como no combatir la inflación.” han estudiado más de cien casos experimentados en treinta países de los seis continentes en más de cuarenta siglos en los que se implementó el control de precios y salarios, cuando el gasto público obligó a una insoportable inflación Concluyen que, nunca solucionó definitivamente el problema, ya que esta política no pudo enfrentar a la causa real de la inflación: un aumento en la emisión monetaria que supera el aumento en la producción. Asimismo, afirman que son los gobiernos los que originan el problema de la inflación, ya que son ellos quienes regulan la emisión monetaria. A pesar de los ejemplos que brinda la historia, los gobernantes siguen sosteniendo que el control de precios es una medida efectiva para controlar la inflación. Ponen en práctica políticas monetarias y fiscales que la producen convencidos de que lo inevitable no sucederá. Pero, lo inevitable sucede, la política económica fracasa, la confianza en los gobiernos colapsa, y termina empujando a la sociedad a las manos de los que reclaman más gasto público y crisis terminales violentas. El control de precios y salarios se registró desde los tiempos de Hammurabi y el Antiguo Egipto, hace 4.000 años hasta hoy día en que leemos en los periódicos matutinos noticias sobre las amenazas de especulación en Estados Unidos. No hay ninguna otra medida de orden público y económico cuyos efectos se hayan visto reflejados en momentos históricos tan diversos, en distintos sitios, pueblos, sistemas de gobierno y sistemas de organización económica. No existe un solo caso en el que el control de precios haya detenido la inflación, superado el problema de la escasez de productos. Ha generado mercados negros y desabastecimiento por la mala utilización y distribución de los recursos. Los precios «bajos» limitan la oferta, mientras estimulan la demanda, aumentando la brecha entre la oferta y la demanda.
En el Antiguo Egipto, durante siglos el gobierno trató de mantener el control de la cosecha de granos sabiendo que la comida es el control de la vida. Utilizando el pretexto de prevenir el hambre, el gobierno gradualmente reguló los graneros. Finalmente la tierra se convirtió en propiedad del monarca y era rentada a los agricultores. Bajo la dinastía Lagid (fundada por Tolomeo I Soter en el año 306 A.C.) había una omnipresencia del estado, que intervenía todos los precios. Un ejército completo de inspectores; inventarios, censos de hombres y animales, estimaciones de cosechas futuras. Los agricultores huían provocando la caída en la provisión de alimentos. Se recurrió a la crueldad y la tortura. La “ley de bronce” sostenía que los salarios nunca podían subir por sobre las mínimas necesidades para mantener a los trabajadores vivos. La economía egipcia sufrió un colapso a fines del tercer siglo AC, como también su estabilidad política. La moneda se devaluó. El comercio de Alejandría declinó. Lo mismo sucedió en la antigua China, cuyos gobernantes compartían la filosofía paternalista de los egipcios, babilonios, griegos y romanos. Las doctrinas de Confucio, recogidas en un manual de regulaciones para uso de los mandarines de la dinastía Chou establecían reglamentaciones detalladas de la vida comercial y los precios eran “controlados por el gobierno”. Había un jefe de comerciantes para cada veinte comercios y su deber era establecer el precio de cada ítem vendido de acuerdo al costo. “Cuando sobreviene cualquier calamidad natural los comerciantes no están autorizados a elevar su precio. Por ejemplo, durante una hambruna el grano debe venderse al precio que el gobierno considera “natural”; y durante una gran epidemia los ataúdes deben venderse en la misma forma”. Desde la dinastía Chin (221-206 AC) cada vez que el gobierno tomaba una medida minuciosa, fracasaba. El economista Yeh Shih (1150-1223) anticipó varios siglos la ley de Gresham en Occidente: “Los hombres que no investigan la causa fundamental, simplemente piensan que debe utilizarse papel cuando la moneda es escasa. Pero en cuanto se lo emplea, la moneda es más escasa aún. Por lo tanto, no es sólo que la suficiencia de productos no puede verse, sino también que la superficie de moneda no puede verse”. En el 284 en el Imperio Romano durante el reinado del Emperador Diocleciano, los precios de las mercancías y los salarios alcanzaron niveles sin precedentes. El séptimo capítulo de “De Moribus Persecutotum” dice que los problemas económicos se debieron al vasto incremento que Diocleciano dispuso de las fuerzas armadas, a su enorme programa de construcciones (reconstruyó gran parte de Nicomedia, que eligiera como su capital, en Asia Menor), a la elevación de impuestos, a la multiplicación de funcionarios gubernamentales y al uso de mano de obra esclava para sus obras públicas. Diocleciano atribuyó la inflación a la “avaricia” de mercaderes y especuladores, sabiendo que el resultado sería una retención de mercadería, ya que si agricultores, comerciantes y artesanos no podían recibir lo que consideraban era el precio adecuado por sus bienes no los llevarían al mercado esperando un cambio de la ley (o de la dinastía). Dispuso que “de esa culpa tampoco será considerado libre aquel que, teniendo los bienes necesarios para alimento y uso, haya pensado después de esta disposición que deban ser retirados del mercado; ya que la penalidad (la muerte) debería ser más grave para aquél que causa necesidad”. Diocleciano fracasó en engañar al pueblo, abdicó cuatro años después de que el estatuto sobre salarios y precios fuera promulgado. El precio del oro en términos denarios había crecido 250 por ciento. El fracaso del Edicto y de la “reforma” monetaria llevó a un retorno de la irresponsabilidad fiscal tradicional. Para el año 305 la degradación de la moneda había comenzado de nuevo.
En el Uruguay el llamado Presupuesto históricamente ha incorporado distorsiones de gastos crecientes, sin relación con el crecimiento de la productividad. El gasto público no sido medido en relación costo-beneficio; en actividades monopólicas, inversiones de riesgo, y gastos sociales La liberalidad de gastar a cuenta del “impuesto” inflacionario, el endeudamiento endémico y la multiplicación tributaria sin medir la distorsión productiva, determinaron que la inversión, el empleo y la actividad económica carezcan del impulso suficiente para soportarlo. El gasto público en salud, educación, seguridad, y obra pública, afectan el crecimiento económico. Las empresas públicas contumazmente trasladan pérdidas. Ineficiencia, e inversiones ruinosas, cuyo cenit se dio en el gobierno Mujica. Un lastre improductivo agobiante, que las presiones corporativas y sindicales impiden modificar. El actual gobierno ha trasparentado ineficiencia en el combustible, comparado con el precio de paridad de importación. Una carga tributaria de 41% y fideicomisos financian subsidios (forma encubierta de asignar recursos públicos sin controlar pérdidas injustificables). Así es en el caso del supergás, que no se puede medir la justificación social real del subsidio. La obra pública, un cementerio de recursos: justificación política de la obra, sobrecostos, ampliaciones de contratos, exceso de tiempo de obra, pagos retrasados incorporados a precio, carencia de controles. Lo mismo en el sistema de salud: recaudación burocrática pública, falta de prevención, corrupción e ineficiencia. El proceso educativo ha acrecentado hasta el 6% del PBI los fondos públicos, empeorando resultados. La burocracia pública ha crecido pese a la tecnología por incorporación política. El sistema de previsión social público en crisis terminal, aumenta la informalidad. El sistema de asistencia social siempre insuficiente ante el crecimiento de la marginalidad; el déficit de vivienda ocupa sin solución a seis organismos públicos; la división departamental histórica, dilapida recursos, multiplica regulaciones y empleo políticamente adjudicado. La seguridad pública mantiene 13.000 personas reclamando derechos básicos, imposibles de atender sin su aporte. Si el Estado fuera una empresa auditada en procesos y relación costo-beneficio, resultaría ampliamente reprobada.
En 1967 el tipo de cambio era de $ 100 por dólar, totalmente incompatible con el gasto público y la inflación. En noviembre se devaluó el peso a $ 200 por dólar en medio de una inflación galopante (136%) que licuaba transitoriamente el peso del gasto público, que rápidamente se recomponía con mayor virulencia. En abril de 1968 el gobierno volvió a devaluar a $ 250 por dólar. La presión de los sindicatos contra la erosión de los salarios reales había puesto la tensión social en un nivel causirrevolucionario. El mismo año de la “revolución” de mayo de París y de gran número de revueltas estudiantiles en los Estados Unidos. La izquierda militante alimentaba una revolución que estallara en días, promoviendo medidas que profundizarían la crisis: un dólar de $ 400, lo hacía acariciar el poder. La concepción de la inflación que la CEPAL venía difundiendo, se basaba sobre características institucionales y sociológicas refractarias a medidas de corto plazo o meramente reformistas. Trece días después de su conferencia, el gobierno de Pacheco disponía acciones que precipitarían la inflación casi a cero de la noche a la mañana: congelación de precios y salarios, medidas prontas de seguridad por “la conmoción interior”. El déficit fiscal había caído fuertemente a raíz del efecto de las devaluaciones de noviembre y de abril sobre el presupuesto nacional a través de los salarios públicos. La inflación continuaba por la fuerza de las expectativas, que provocaban una reducción crítica de la demanda por dinero. Lo que se requería era una medida de impacto psicológico, que convenciera a los agentes de que la inflación se controlaría, con lo que la política se convertiría en una profecía autorrealizable. El éxito de la congelación fue notable. En la segunda mitad de 1968, la inflación se redujo a una tasa anualizada de 4%, y tres de los seis meses mostraron crecimiento negativo del IPC. Aparte de ello, se registró un sensible crecimiento del nivel de actividad y una suba desusada de los salarios reales (a medida que el gobierno autorizaba a que las remuneraciones nominales que llevaban más tiempo sin ajustarse fueran lentamente alineándose con las demás y había desaparecido el efecto destructivo de la inflación sobre los ingresos reales). Así lo reconoció la OIT: “el crecimiento económico que había sido negativo en 1967 (-4,1%) y de sólo 1,6% en 1968. Alcanzó al 5% en los dos años subsiguientes. Un contraste marcado con otros países de América Latina, en los que los programas de estabilización casi siempre han traído consigo una reducción de la tasa de crecimiento económico. El restablecimiento económico no se hizo a expensas de los trabajadores cuyos salarios reales crecieron”. En 1969 la inflación fue de 15%.
A medida que las elecciones de 1971 se aproximaban, la disciplina fiscal del gobierno fue aflojándose, creyeron que los controles de precios en sí mismos, y no el cambio de expectativas que ellos habían suscitado, eran lo que había operado el amortiguamiento del proceso alcista. Luego de este registrar incrementos en los dos años siguientes (21 y 36%) y de una “rendición de cuentas” tremendamente expansiva del gasto aprobada en 1970, la tasa inflacionaria se disparó nuevamente hacia los tres dígitos y marcó 95% en 1972. El Uruguay, casi sin darse cuenta, había encontrado el secreto para reducir, transitoriamente el “impuesto” inflacionario: licuar el gasto público por efecto de devaluar su moneda, alineándola con la realidad que el peso del gasto público permitía al sector productivo. El gasto público disminuyó por efecto circunstancial de que el valor total del mismo en pesos fue reducido en términos constantes, y dejó de ser un ancla que cargaba contra salarios y precios. Solamente al borde del abismo el sistema político detuvo por unos instantes los efectos distorsivos de la carga inflacionaria. No se hizo lo sustancial: ajustar el gasto público. Las presiones para que volviera a revaluarse a su situación anterior licuando los efectos de una transitoria congelación y de los efectos devaluatorios anteriores.
En 1835 el gran filósofo político Alexis de Tocqueville en La Democracia en América señaló los dos más grandes riesgos que a su criterio enfrentaba el nuevo modelo sobre el sistema que los EEUU habían concebido medio siglo antes. El primero era la demagogia, que hoy podría sintetizarse como populismo, la deformación monstruosa que movería a los políticos candidatos a los puestos de gobierno a sobornar a las masas prometiéndole logros incumplibles, bienestar instantáneo y otros milagros, para lograr su voto. El segundo, era: el peligro de que los ciudadanos exigieran de sus candidatos que les prometieran los mismos milagros para votarlos, y, una vez votados, que les exigieran hacer más milagros para reelegirlos. A doscientos años de esa profecía-temor, no cabe duda alguna de que el joven abogado francés estaba en lo cierto. Desgraciadamente, la inflación sistémica, consentida y provocada, parece haberse expandido por el mundo con mayor eficacia que un virus.
La inflación es, siempre y en todo lugar, un viejo fenómeno de hipocresía.