Mao Zedong, o Mao Tse Tung, uno de los mayores déspotas del siglo XX, pero aún se le rinde religiosa adoración en China. Resulta sorprendente, ya que entre 1958 y 1962, los años del “Gran Salto Adelante”, 23 millones de chinos murieron por sus delirios, según admitió el régimen en 1988. Hay historiadores que duplican la cifra. Mao fue un autócrata que declaró la guerra a la naturaleza, desvió ríos y derribó montañas. La lista de sus alocadas empresas es inacabable. Desde la destrucción de casas para abono para cultivos, hasta la imposición de hornos caseros de fundición en los patios, colegios y hospitales. Había que impulsar la economía del país a toda cosa. Pero las cosechas se pudrían en los campos por falta de mano de obra; legiones de familias cambiaron obligadamente la agricultura por la producción siderúrgica. La escasa producción agrícola fue insuficiente para hacer frente a una hambruna de proporciones apocalípticas. La industria pesada creció de manera artificial con acero de ínfima calidad e inservible, procedente de enseres domésticos y cacharros de cocina. Quienes no perdieron la casa, perdieron las ollas. Mao Zedong se empeñó en que China, una nación depauperada tras la Segunda Guerra Mundial, igualara o superase a la economía occidental. Se fijó un plazo de quince años. El “Gran Salto Adelante”, fue un apocalíptico salto al vacío. Frank Dikötter, describe en “La tragedia de la liberación: una historia de la revolución china, 1945-1957”, uno de los episodios cruelmente más pintorescos: la guerra contra los gorriones. Mao Zedong, presidente del Partido Comunista Chino desde 1943 hasta su muerte, estaba fascinado por el poder de las masas. Y esas mismas masas, decía el “Gran Timonel” podían imponerse a la naturaleza. Entre 1957 y 1958 el país se embarcó en una guerra nacional contra las moscas, los mosquitos, las ratas y los gorriones. En el caso de los gorriones la excusa era que diezmaban las cosechas, pero el remedio fue mucho peor que la enfermedad. Aldeas enteras salieron a los campos con tambores para asustarlos y no darles descanso. Las avecillas se desplomaban del cielo, exhaustas, después de verse obligadas a volar ininterrumpidamente durante horas. Muchos ancianos murieron al intentar encaramarse a los árboles para destrozar los nidos. Las aves eran abatidas en pleno vuelo. Dikötter explica en “La gran hambruna en la China de Mao”, que durante esta “catástrofe devastadora” se distribuyeron armas entre campesinos para que se convirtieran en francotiradores. En Nankín se gastaron 330 kilos de pólvora en un día. La única víctima de aquella fusilería fue la naturaleza, y los heridos por el fuego amigo. Lo que no mataron las balas lo mató el uso indiscriminado de venenos. Fue un Armagedón para gatos, perros, patos, palomas, conejos, corderos, lobos… Pero, esta estrafalaria guerra se ensañó contra los humildes gorriones. Las estadísticas ofrecidas por las autoridades locales, ansiosas de satisfacer a los mandos del partido, provocarían carcajadas, si no fuera por el trasfondo que ocultan de palizas, torturas y hambruna. Los chinos no se lanzaban a cazar gorriones o a fundir acero por capricho. Quienes no podían o no querían ya sabían a qué se arriesgaban. Shanghai dijo haber eliminado en una batida 48.695 kilos y 490 gramos de moscas. Esa surrealista precisión de 490 gramos dice mucho de la psicosis que se adueñó de la población para cumplir con las exigencias de las autoridades. Las bandadas de antaño se volatilizaron. Cuando ya casi se habían extinguido, las autoridades se dieron cuenta de un hecho trascendental: estos pajaritos no sólo comen semillas de cereales, también insectos. De hecho son un efectivo e insustituible plaguicida natural. Sólo los burócratas de Shanghai dijeron haber sacrificado un total de 1.367.440 gorriones en una de sus batallas contra este “enemigo del Estado”. El alto mando ordenó un alto el fuego inmediato en 1960. Ya era demasiado tarde. Las cosechas, en nombre de las que se hizo todo, fueron pasto de nubes de langostas. Las plagas de estos y otros insectos crecieron a medida que menguaban las colonias de gorriones, que estuvieron a punto de desaparecer por completo. Años después hubo que importarlos en secreto de la URSS para recuperar parcialmente su población. Como una venganza del medio ambiente, una de las capitales más afectadas fue precisamente Nankín, que llevó la delantera en este absurdo genocidio ornitológico. Y, justo cuando los gorriones más se echaban en falta y más necesarios eran los insecticidas, el país descubrió que se había quedado casi sin existencias. Los productos tóxicos se emplearon en los primeros años del Gran Salto Adelante. Tanto se abusó de ellos que escasearon cuando de verdad hicieron falta. Por si fuera poco, los grandes proyectos de irrigación de la época alteraron el equilibrio ecológico. Las inundaciones sucedieron a las sequías. Fue un desastre. Los historiadores menos críticos con este periodo admiten que China no recuperó hasta 1964 las cifras de producción agrícola e industrial anteriores a 1958. Mao Zedong perdió la guerra contra la naturaleza. “La campaña –dice Frank Dikötter– tuvo un efecto contrario y quebró el delicado equilibrio entre los seres humanos y su entorno, con un resultado terrible para la población, que fue diezmada”. El hambre provocó incluso casos de canibalismo. Chen Yizi, un alto cargo del PCCh que huyó a Estados Unidos a raíz de la masacre de la plaza Tiananmen, que en el pasado fue uno de los encargados de destruir documentos comprometedores para el Gobierno, declaró que la hambruna entre los años 1958 y 1962 segó “43 millones de vidas, en el mejor de los casos; 46, en el peor”. La guerra contra los gorriones, y el desastre agrícola que trajo consigo, contribuyó a aquella tragedia”
LudwigVon Mises en su libro-alegato, “La acción humana” sostenía que la economía era una ciencia social que estudiaba la praxeología, la suma de acciones y comportamientos del individuo en procura de su subsistencia y su bienestar. Sus enemigos sostenían que el comportamiento de una sociedad podía predecirse -e inclusive inducirse– mediante fórmulas precisas e inexorables que marcaban un comportamiento futuro de las personas, y hasta un resultado esperado, como respuestas a determinadas medidas o parámetros, diseñadas siempre con algún supuesto método de inteligencia superior o con alguna clase de planificación central. Era la economía concebida como arquitectura infalible, como ingeniería de cálculo integral, casi como robótica. Otro grupo, sostenía que la concepción de Von Mises era despiadada para los pobres, desplazados, desfavorecidos, desprotegidos y no beneficiados en esa lucha por la subsistencia. Ese sector suponía que era responsabilidad de los sectores que habían tenido éxito hacerse cargo de esos marginados. Otorgarles no sólo oportunidades para obtener bienes materiales y condiciones de vida, sino directamente regalárselos. La concepción de Mises era muy poco funcional a los políticos y las ideologías intervencionistas, que se veían así privados de sus herramientas esenciales: la promesa de bienestar instantáneo, la igualdad, la revancha, la protección, la sanción, la justicia divina reencarnada en una burocracia que tomaría a su cargo todos los riesgos y reemplazaría todos los esfuerzos: el superior gobierno. Prometían soluciones instantáneas que no dejaban librada la vida de las gentes a la suma de acciones individuales en procura de su supervivencia y bienestar, sino las sujetaban a una mano superior. La “Nueva Clase” o casta, que tomaba a su cargo semejante tarea, sin obligación de éxito, tiempo determinado, ni preparación alguna. La acción humana inducida y condicionada por el gobierno, que también suponía una infalibilidad infusa.
Hayek describió la fatal arrogancia. Los efectos perversos o defectos ínsitos, de ideologías y dictaduras de izquierda y derecha que trataban de lograr o prometer esos mismos objetivos. Una economía planificada centralmente por un grupo de iluminati, una clase superior de burócratas, arrogantes, incapaces, imprescindibles, que obligan, o conducen a la acción humana individual. Eso ocurre con cualquiera de los sistemas de planificación central: ecuaciones mágicas, solidarismo, voluntarismo, redistribución, inflación, demagogia populista, todas concepciones donde en definitiva se trata de limitar, condicionar, reemplazar al individuo y su libre albedrío, o su libre y espontáneo accionar, por algún mecanismo “científico” que promete diseñar otra economía mejor, más justa. La definición de Mises es simplemente una descripción de la eterna naturaleza humana, con defectos y virtudes, no trata de corregirla sino de analizarla. La que, en definitiva, naturalmente, trajo a casi 8.000 millones de personas imperfectas hasta aquí. La evidencia empírica, la repetición de fracasos de utopías discursivas mejoradoras, se exponen poco. El gran fracaso de los sustitutos de Dios que quisieron reemplazar al individuo sobre lo que más les conviene hacer con lo que producen. Se usa la posverdad o el relato, para ocular las experiencias fallidas del pasado, como las de Mao Zedong: diseñar “a piaccere” un mundo “mejor”, ajeno a la responsabilidad y al castigo. La “sensibilidad” practicada con el dinero y la propiedad ajenos, más allá de cualquier consecuencia, como si la manipulación de la economía y la producción, se desarrollara con mecanismos que nada tienen que ver con la acción humana. Como dijera Tocqueville: “El Estado que tiende sus brazos sobre la multitud y le ahorra todo esfuerzo, hasta le prohíbe pensar”.
En el Uruguay durante 15 años tuvimos gobierno con mayoría absoluta parlamentaria, que impidió investigar y evitar que fuera asumiendo actividades de empresas privadas. El resultado: proyectos inviables, ruinosos, frustrados, dinero perdido. El “rescate” de empresas fundidas con dinero de los uruguayos; experiencias autogestionarias que dejaron obreros sin trabajo, dinero público “prestado” que sabían, nunca se iba a devolver. Inundaron la desbordante burocracia pública con el 20% de las personas activas. Muchos de confianza ideológica con abultados sueldos. Dirigieron a las empresas públicas con ineptos y corruptos, irresponsables. En una economía en crecimiento, aumentaron el gasto destruyendo valor de toda la sociedad. Millones de dólares de esfuerzo individual que se dilapidaron, en impuesto al salario, a las jubilaciones, a las empresas. Recursos que debieron destinarse a evitar que crecieran desempleados y niños en la miseria, como se prometió. Seguramente hubieran tenido mejor destino, si a aquellos que soportaron la carga, más el aumento de deuda, y la inflación, se les hubiera amparado en el derecho de su propiedad. Su proyecto, ahora desde la oposición es conservar el “modelo”; los derechos de casta. Como son comunistas, si volvieran, copiando a Mao Zedong, vendrían peores. Bastardear la economía individual hasta agotarla. Una democracia sin derecho de propiedad o con ese derecho absolutamente limitado, sin libertad de producir y comerciar; sin libertad, lisa y llana, es una democracia discapacitada. El fracaso del sistema socialista y/o comunista, en lo económico, en lo social y en lo político, es algo comprobado, en términos históricos. Algo absolutamente innegable e irrefutable.
Y, la culpa es de…los GORRIONES…