LA FRAZADA CORTA . Por Nelson Jorge Mosco Castellano

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Vivir en sociedad implica compartir intereses personales y colectivos. Los intereses colectivos, a su vez, están conformados por intereses corporativos que coliden por conseguir recursos que los individuos aportan al colectivo. Por tanto, cuanto más aumenten los intereses corporativos de un sector del colectivo, más recursos tienen que extraerse de los individuos.

La tensión equilibrada entre la demanda de recursos corporativos para conseguir una vida en sociedad armónica implica que quienes dirigen la extracción de recursos y los asignan tengan el equilibrio imprescindible para enfrentarse a esa lucha, con el objetivo puesto en no castigar demasiado a unos ni a otros, y fundamentalmente no cargar sobre quienes aportan los recursos de forma que estos pierdan el interés en el esfuerzo, declinen en número y directamente se pierda ese aporte de recursos. Esto llevaría a dejar de atender algún sector cuya demanda esté justificada o a cargar  sobre otro sector de individuos productivos, arriesgando, en definitiva, que la sociedad resienta sus ingresos y aumenten las demandas y los conflictos.

No es novedad: estamos en una sociedad que aumenta su envejecimiento y pierde fuerza joven para sostener la producción de recursos. Tampoco lo es que la mayor parte del presupuesto público está dedicada a la seguridad social, o sea, prestaciones a activos impedidos o limitados de producir recursos (subsidios a activos) y prestaciones a un sistema de reparto previsional (jubilaciones y pensiones) que se lleva la parte del león de los ingresos del Estado.

Este colectivo demanda una cantidad de recursos ilimitada, en razón de que el sistema previsional fracasó. Debe cubrir cada vez más personas que viven más tiempo sin aportar, y los aportes que realizan los trabajadores activos salen de los  emprendedores activos, es decir, del precio que cobran por bienes o servicios que pagan la cuota parte de lo que debió ser el salario del trabajador y la cuota parte del  aporte patronal.

El colapso del sistema se fue dando porque no se tomaron medidas suficientes para conseguir más empleo para jóvenes que soportaran la creciente demanda de un sector de pasivos en aumento. En el año 1996, el sistema, al borde del colapso, fue reformado, con una oposición clara de quienes no entienden el síndrome de “la frazada corta”, es decir, que los recursos son finitos y las necesidades infinitas, especialmente en una sociedad en la que, para tener una calidad de vida similar a la de aquellas que permiten crecer la inversión, fomentan el trabajo y tienen creatividad para mejorar lascondiciones de vida, cobrando por esos avances a quienes son tomadores de sus ofertas vertiginosamente novedosas.

Esa modificación al sistema previsional implicó que el Estado dejara de atender con fondos de los contribuyentes, endeudamiento e inflación (devaluación del poder adquisitivo de la moneda) una pequeña parte de los futuros pasivos. Parte que iría creciendo a medida que cada trabajador completara el ahorro individual durante su  vida activa para generar el derecho a una renta vitalicia mejor que la pasividad e independiente del abuso sobre su ahorro que pudiera disponer el sistema político.

Quienes apuestan demagógicamente a desbalancear el delicado equilibrio de intereses corporativos han venido haciendo campaña por destruir ese sistema de protección del trabajador, pese a su engolado discurso inverso, y han reclamado volver al sistema que carga sobre el presupuesto colectivo público el peso de financiar un sistema imposible de sostener.

Hasta el presente, y pese al trabajo de los degenerados fiscales de los 15 años

anteriores, que aumentaron pasivos sin aportes al viejo sistema de reparto aún vigente, con la responsabilidad de aumentar el déficit del sistema, así profundizaron  el castigo al empleo, la inversión productiva de pequeños emprendedores y, en definitiva, atentaron contra el difícil equilibrio de mantener los servicios que el Estado paga con los recursos de quienes trabajan.

Por eso, desalentados, 30.000 votantes abandonaron esa tendencia suicida y le dieron el gobierno a quienes estos últimos años intentan conseguir que crezca la torta, facilitando el trabajo y la inversión, quitándoles algo del yugo de impuestos y gastos públicos que corrompen y atentan contra toda la sociedad.

La frazada corta es la atención que los políticos tienen sobre el gasto público desorbitado. Todos los candidatos (algunos pese a su propia interna) advierten que aumentar menguadas jubilaciones que liquidaron el sistema de reparto implica destruir, en definitiva, el interés individual por trabajar y aportar impuestos.

Una corporación trabaja para desestabilizar a la sociedad, casualmente la misma que afirma proteger el trabajo, mientras corta la frazada y destruye oportunidades de empleo. Son los mismos demagogos que, con discursos populistas, insisten en prometer soluciones inviables, sabiendo perfectamente que sus propuestas condenan a la sociedad a un callejón sin salida. Bajo la falsa promesa de justicia social, están dispuestos a sacrificar el futuro de las próximas generaciones, exigiendo recursos que simplemente no existen.

Estos falsos salvadores no solo ignoran la realidad económica, sino que deliberadamente proponen volver a un sistema quebrado, incapaz de sostenerse a largo plazo. La verdadera tragedia es que, en su afán por ganar adeptos, terminan desmantelando lo poco que aún funciona, arrastrando a la sociedad a una crisis más profunda.

No hay magia en las políticas de quienes prometen el oro y el moro. Lo que hay es irresponsabilidad, incapacidad y una ceguera voluntaria ante los límites de los recursos.

Insistir en soluciones insostenibles es una traición al trabajador, al emprendedor, y a toda la sociedad que aún cree en un futuro mejor. La frazada es corta, pero lo que proponen estos demagogos no es cubrir más, sino destruir lo que todavía cubre.

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