Justo es reconocer al Ejército Nacional los méritos alcanzados en su cotidiana labor en beneficio del bien común.
No siempre ocurre. Se desconoce su participación en el proceso fundacional del país y su custodia de los valores pilares del Estado-Nación. No es sorpresa.
Ni siquiera existe conocimiento de la educación, instrucción y formación recibida por los militares.
Durante el siglo XIX no hubo gran diferencia entre ser militar y ser civil. Era una cuestión de momento o de necesidad. La diferencia surgió al fundarse la Universidad –donde nunca se estudió el problema de la defensa- y la creación de nuestra Escuela Militar, donde no estudiamos temas políticos relacionados con aquella.
La influencia socio-cultural del Ejército ha sido importante y se nota su tradición enraizada en la ciudadanía, aunque no se aprecie.
Como modelo, el Ejército es institucional, con una base espiritual-vocacional por sobre lo material. En el Uruguay no existe una valoración social del militar (apenas llegamos a ser “milicos”) ni una valoración de nuestras necesidades materiales, idénticas a la de cualquier ciudadano. Carente de esa valoración, el Ejército tan solo oficia como una opción de trabajo ocupacional al no poder ocupar otras.
La carrera de las armas no es la preferida por los miembros de las clases altas o más pudientes, sino de la clase media hacia abajo.
Los miembros de la corporación de oficiales provenimos de esas familias, con muchos hijos de militares. Hemos encontrado en la institución una formación profesional, con las aspiraciones y metas de cualquier ciudadano.
El Ejército Nacional cuenta con oficiales, suboficiales y soldados inteligentes y dedicados a su profesión. Tiene hombres y mujeres preparados, no solo en materias militares, sino también en diversas capacitaciones aplicables al medio civil. Son técnicamente diestros y
trabajan largas horas. Más que recursos administran necesidades. Desean el reconocimiento social porque, aunque no se vea, la vida militar es sacrificada y tiene más sinsabores que alegrías.
Concordamos: el Ejército es una herramienta muy cara, pero el uso indistinto de los términos “reducción”, “achicamiento” y “desaparición” lo ha llevado a su mínima expresión, hasta hacerlo casi inoperativo. No obstante, cumple su actividad profesional y se ajusta al presupuesto asignado, acomodándose a todo tipo de recortes, mostrando una enorme capacidad de adaptación a los vaivenes presupuestales.
Últimamente acciona como brazo armado de la política exterior con la participación en misiones de paz. En ellas, en conjunto con las demás Fuerzas Armadas, Policía e instituciones civiles, el Uruguay es reconocido como y los servicios prestados han sido muy reconocidos en el ámbito internacional.
No obstante, cabe anotar que, salvo honrosas y muy validas excepciones, esos esfuerzos no han sido reconocidos en su justa medida.
Sin poder apreciar cambios sustanciales en su equipamiento y en sus efectivos, se suma una intensa campaña de desprestigio desde 1985 al presente, incrementada a partir del año 2005.
Ante el hostigamiento, los militares hemos adoptado un solo camino: arrinconarnos. En mi opinión, nunca hubo voluntad o creatividad definida de enfrentarlo. Tal vez nunca se previó esa instancia, pero debió cumplirse, siempre, por supuesto, dentro del marco legal-institucional-comunicacional vigente.
Se nos vino encima una metódica y continua cascada de manifestaciones políticas, culturales y sociales agresivas, invocando hechos, algunos reales, otros dudosos y otros falsos. Nuestro cuestionable manejo del “silencio austero” no dio el resultado adecuado. Nos ganó el desprestigio y seguimos siendo los “ogros del pueblo”, “parásitos del Estado” o “enemigos de la democracia”, caracterizaciones muy ajenas a nuestra realidad.
Pero ya es tiempo de revertir esa opinión, porque, en fin, según el refrán “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”.