Quienes nos leen periódicamente han advertido que somos convencidos partidarios de la democracia liberal, dado que es el mejor sistema de gobierno que los humanos han ensayado en el curso de la historia. Pero también los lectores han comprobado que, ante todo y por encima de todo, somos liberales, dado que la libertad es la ausencia de coacción arbitraria y que el objetivo de la ley es que la libertad de cada uno pueda coexistir con la libertad de todos.
La democracia no es la libertad, pero es un procedimiento competitivo de elección de gobernantes y de pacífica alternancia de los mismos en la gestión pública. Al decir de Hayek es: “comparable a las precauciones que se adoptan contra las epidemias, de las cuales se es poco consciente mientras funcionan, pero cuya ausencia puede ser letal”.
Los resultados poco satisfactorios de las democracias modernas, en particular las latinoamericanas, se deben a la confusión existente acerca del concepto de soberanía. Como lo hemos escrito, en columnas anteriores, la concepción de que la soberanía es ilimitada y radica en el Pueblo o en la Nación es una ficción o construcción engañosa. Hayek a este respecto expresa: “El poder no deriva de una única fuente, sino que se basa en el apoyo de la opinión común sobre algunos principios, y no va más allá de ese apoyo…
Todo esto fue fomentado por la ilusión simplista de que, con estos procedimientos, el pueblo actúa colectivamente y así se difundió esa especie de mito, como si el pueblo actuará efectivamente y esa acción fuera moralmente preferible a las acciones separadas de los individuos. Finalmente, esta fantasía condujo a la curiosa teoría de que el proceso democrático de decisión se orienta siempre al bien común, definido cabalmente como aquello a lo que conducen los procedimientos democráticos. Lo absurdo de esta teoría se manifiesta en el hecho de que procedimientos distintos, pero igualmente justificables, para llegar a una decisión democrática pueden producir resultados muy diferentes”.
En nuestro Derecho Constitucional, heredero del constructivismo racionalista, el Cuerpo Electoral carece de límites, no obstante en la vigente Constitución de 1967 sí se establecen para los institutos de referéndum e iniciativa que son improcedentes en leyes que establecen tributos, ni en aquellas materias que se requiere iniciativa privativa del Poder Ejecutivo: creación de empleos, dotaciones o retiros o sus aumentos, asignación o aumento de pensiones y recompensas pecuniarias, establecimiento o modificación de causales, cómputos o beneficios jubilatoria, exoneraciones tributarias, fijación de salarios mínimos o precios de adquisición de productos y bienes de la actividad pública y privada. Todo ello para evitar los impulsos demagógicos de los parlamentarios, cosa que ocurría con frecuencia bajo la vigencia de anteriores Constituciones.
Giovanni Sartori escribía: “El hombre es una criatura débil que resiste mal la tentación. Y el político es, para caer en tentación, el más débil de los hombres. El desbalance es inevitable, o de cualquier manera difícil de evitar, si las estructuras no nos ayudan. Y de hecho ocurre que no ayudan, que nuestros sistemas constitucionales han perdido al guardián de la bolsa. Nuestras constituciones frenan muchas cosas, pero no el gasto. De ello deriva que la irresponsabilidad fiscal invade y corroe el sistema.”
Pero aún estamos lejos de que las leyes contengan exclusivamente normas generales y abstractas, referentes a casos todavía no conocidos y carentes de referencias a personas, lugares u objetos particulares. Pensemos por un momento sí el Poder Legislativo pudiese legislar, por su propia iniciativa, en materia de tributos, gastos, precios, salarios, jubilaciones, etc, ciertamente entraríamos en el caos.
Pero recordemos que el Cuerpo Electoral carece de límites y por iniciativa popular, entre otros procedimientos, se puede reformar la Constitución e introducir lo que no puede hacer el legislador por su iniciativa, por ello estamos siempre expuestos a la coacción de los grupos de interés, que en muchas ocasiones arrastran a las mayorías.
Para concluir me veo en la necesidad de acudir, por tercera vez en esta columna, a una cita de Hayek: “No es la fuente sino la limitación del Poder lo que impide que éste sea arbitrario”.