Estamos contemplando, con angustia, la progresiva desnaturalización de la democracia. Por ello es pertinente reflexionar en profundidad sobre sus causas. La demagogia, el clientelismo y la corrupción han hecho su labor para que lleguemos al estado que hoy presenta dicho régimen de gobierno. Argentina es un ejemplo sin parangón, en Uruguay la situación es bien diferente dado que cuenta con un sólido sistema de partidos políticos y una economía ordenada y previsible, no obstante se aprecian en el horizonte situaciones que pueden hacer dislocar el ordenamiento jurídico y económico del país.
Y ello puede acaecer si fuesen aprobadas, por el Cuerpo Electoral, las iniciativas de reforma constitucional impulsadas por Cabildo Abierto una y por el PIN-CNT la otra, dado que asistiríamos al colapso del sistema de crédito; la perforación de la seguridad jurídica; el desfinanciamiento de la seguridad social y la grave afectación del derecho de propiedad privada.
No estoy exagerando, sino señalando y advirtiendo los graves riesgos que le asechan a la economía, y que inevitablemente van a repercutir en el campo político. No olvidemos la antigua y sabia frase: “Cuando ves las barbas de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo”.
Los derechos materiales tienen un costo financiero, que los beneficiarios no tienen en cuenta a la hora de decidir, obligan al Estado a costearlos con exacción tributaria; emisión monetaria o endeudamiento externo, todo ello tiene sus límites técnicos y cuando se sobrepasan, las nefastas consecuencias económicas y sociales son ineludibles. Como magistralmente escribía Giovanni Sartori: “El hombre es una criatura débil que resiste mal la tentación y el político es, para caer en tentación el más débil de los hombres, nuestras Constituciones frenaron muchas cosas, pero no el gasto, han perdido al guardián de la bolsa”.
La demagogia contemporánea lleva a que los dirigentes sociales y los políticos estén permanentemente exigiendo y creando derechos con independencia del costo de los mismos, dado que no se trata de los primigenios derechos que no tenían costo. Destruir una economía de mercado, única que crea prosperidad en libertad, según la irrefutable evidencia empírica, es fácil, lo difícil es reconstruirla, con el costo social que ello implica.
La expresión de la soberanía nacional, que es ilimitada y omnipotente, expresada en forma directa, cuando se la consulta sobre temas económicos, implica que los beneficiarios de determinadas propuestas, que son mayoría, no asumen responsabilidad de clase alguna por las consecuencias, que otros, una minoría, deben afrontar. Y así se destruye una economía, los ejemplos históricos abundan. Esta es una democracia divorciada del liberalismo, que carece de límites ante los derechos individuales y el principio de igualdad ante la ley y es a su vez prisionera de los grupos de interés. Es lo que Friedrich Hayek ha descripto acertadamente como extravío del ideal democrático.
Como no me convence el libertarismo o anarco capitalismo, ni el corporativismo u organicismo y sí sólo me convence la democracia liberal clásica es que estoy preocupado y angustiado. El Estado moderno ha creado un formidable aparato de compulsión y coacción que nos asfixia cada vez más, vamos lentamente hacia el totalitarismo sin darnos cuenta. La tradición liberal, a la que me afilio, concibe los derechos como límites al poder del gobierno o de otros individuos, ahora ellos han sido desplazados por los beneficios materiales para determinados grupos de personas.
No negamos la solidaridad social, es más nos definimos como liberales solidarios, pero ella no puede comprometer la salud económica de un país, de lo contrario todo colapsa, los argentinos ignoraron esta regla de oro y ahora están al borde del precipicio. Estas caprichosas aventuras plebiscitarias son un síntoma de la grave enfermedad que padece la democracia. La catástrofe puede ser evitada, pero para ello debemos huir de las frases hechas y de las consignas artificiosas.