En el proceso de redacción de la Constitución de los Estados Unidos de América, se suscitó una interesante polémica entre Hamilton y Madison, con relación a sí la Carta Magna, de la primera República moderna, debía o no contener una declaración de derechos.
Hamilton se oponía no sólo por innecesaria sino por peligrosa, dado que consideraba imposible proteger un conjunto de derechos que no se podían enumerar exhaustivamente, llegando a la conclusión de que los no enumerados no tendrían protección. A su vez se preguntaba en la publicación El Federalista: “¿A qué conduce que no se harán tales cosas si no hay poder para hacerlas? Por ejemplo ¿Por qué debería decirse que la libertad de prensa no puede ser restringida sino se conceden poderes para que tales restricciones se impongan?
En cambio Madison en carta a Jefferson exponía: “Mi opinión ha sido siempre favorable a la declaración de derechos, a condición de que se encuadre de tal forma que no implique poderes que no se desean incluir… Las verdades políticas declaradas en forma tan solemne adquieren el rango de máximas fundamentales del libre gobierno, y como se incorporan al sentimiento nacional, contrarrestan los impulsos del interés y la pasión”.
En un principio triunfó la postura de Hamilton y la Constitución de 1787 no contenía declaración alguna de derechos. Pero para 1791 en la Novena Enmienda se declararon derechos, pero con el agregado de que “la enumeración de ciertos derechos en esta Constitución no se interpretará como la negación o menosprecio de otros que conserva el pueblo”. Finalmente prevaleció la postura de Madison.
Nuestra Constitución de 1830 contenía una declaración de derechos, pero carecía de la salvaguarda norteamericana, de ahí que en nuestra segunda Constitución en vigor desde 1919, a iniciativa de los constituyentes nacionalistas, se plasmó lo siguiente: “La enumeración de derechos, deberes y garantías hecha por la Constitución, no excluye los otros que son inherentes a la personalidad humana o derivan de la forma republicana de gobierno”. Es el actual artículo 72 de la Constitución vigente.
En la reforma constitucional de 1942, a iniciativa del Dr. Juan Andrés Ramírez, se insertó el actual art 332: “ Los preceptos de la presente Constitución que reconocen derechos a los individuos, así como los que atribuyen facultades e imponen deberes a las autoridades públicas, no dejarán de aplicarse por falta de reglamentación respectiva, sino que está será suplida, recurriendo a los fundamentos de las leyes análogas, a los principios generales del derecho y a las doctrinas generalmente admitidas”. Era similar a lo que había previsto para los contratos el art 16 del Título Preliminar del Código Civil Oriental de 1868.
Este largo introito, que puede aparecer tedioso para quienes no están familiarizados con la temática jurídica, es imprescindible para abordar la problemática contemporánea en la materia. Las declaraciones no taxativas de derechos, reconocen que el individuo tiene una esfera de libertad, que coexiste con la libertad de sus semejantes y que puede exigir, en caso de vulneración, la protección del Estado. Los derechos suponen una obligación del Estado en cuanto a su tutela y para ello cuenta con la justicia y con la fuerza que es la que le da eficacia.
Todo esto estaba claro en la legislación, la jurisprudencia y la doctrina hasta que en las primeras décadas del siglo XX, donde germinó el racionalismo constructivista, surgieron los derechos con costo, al decir de Giovanni Sartori, y que en nuestro país fueron recogidos por nuestra tercera Constitución la de 1934. Y se empezó a hablar de derechos sociales, justicia social y democracia social. No se trataba sólo de cautelar la vida, la libertad, la propiedad o el honor, sino el trabajo y su justa retribución, la jubilación digna y la vivienda decorosa, etc.
El Estado pasó a ser deudor de sus habitantes, pero para intentar asegurar esos noveles derechos debía hacer algunas o todas estas cosas: elevar la exacción tributaria, endeudarse y emitir moneda a un grado hasta ese entonces sin parangón, entrado en un círculo vicioso, a más impuestos, más endeudamiento y más emisión, las economías se estancan o decrecen, la inversión se desestimula, se paraliza la innovación y el desempleo y la inflación se diseminan. Ante ese panorama el malestar se incrementa, la frustración embarga al colectivo social, que muchas veces desemboca en hechos de violencia. Hemos convertido al Estado en una deidad al que todo le pedimos y del que todo esperamos, Ortega la llamó estatolatría, pero el Estado, que es una ficción jurídica, no es un Ser Supremo que cuente con recursos propios e infinitos, depende de los contribuyentes.
Sólo la economía de mercado, que expresa la cooperación social espontánea en el marco del Derecho, asegura libertad y prosperidad, que permite brindar oportunidades de alcanzar el bienestar. Los emprendedores, que invierten e innovan, son los grandes benefactores sociales y no el Estado. Pero cómo siempre van a existir personas que por sí mismas no puedan satisfacer sus necesidades básicas y la filantropía privada no las va a poder contemplar en su totalidad, surge el deber de solidaridad social focalizada del Estado moderno.
Todos aquellos que están fascinados y seducidos por la demagogia populista, tomen conciencia que esos invocados derechos sociales y justicia social, son objetivos de cumplimiento imposible. Los fracasos estrepitosos que presenciamos, desde hace décadas, y que se disimulan apelando a causas prefabricadas, no pueden eludir la realidad. Como nos lo recordara Hayek: “Perseguir fines inalcanzables puede impedir alcanzar los que sí son posibles”. En eso estamos los liberales, aunque no siempre seamos comprendidos.