«La llamada de la tribu» es el libro que Mario Vargas Llosa dedica a explicar qué le
hizo pasar de ser un joven marxista fatuo a un liberal clásico maduro y reflexivo. En
sus páginas desfilan: Adam Smith, José Ortega y Gasset, F. A. Hayek, Karl Popper,
Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel.
Y desarrolla planteamientos tales como: «La igualdad ante la ley y la igualdad de
oportunidades no significan igualdad de ingresos… Porque eso solo sería posible
en una sociedad dirigida por un gobierno autoritario que ‘igualara’
económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, acabando
con las diferentes capacidades individuales, la imaginación, la inventiva, la
concentración, la diligencia, la ambición, la ética del trabajo y el liderazgo. Esto
implicaría la desaparición del individuo, subsumido en la tribu.»
«Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para
que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por
un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma
de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen
sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores
independientes.»
«Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos,
la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana
el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las
injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son
inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten
poseedores de verdades absolutas.»
LA PREEMINENCIA DEL ESTADO O DEL INDIVIDUO:
Se supone, equivocadamente, que el Estado somos todos, pero hay poderes
particulares y grupos de interés con mucha capacidad de control que lo utilizan en
su propio beneficio. El Estado, como sistema institucional para la gestión de lo que
es colectivo, históricamente tuvo su origen en el saqueo, la guerra y la opresión de
unos sobre otros. Por lo cual, frecuentemente degenera en avasallar al individuo,
convirtiéndose en una herramienta de unos para vivir a costa de otros. La decisión
de qué bienes o servicios son auténticamente públicos y necesarios para la
convivencia común, es problemática y tiende al abuso desde el poder. Eso lleva a
que se confunda bien público con bien proporcionado por el Estado. Losauténticos bienes públicos prioritarios: defensa, orden público, respeto al
individuo, cada vez reciben menos importancia o se ignoran, haciendo difuso el
presunto consentimiento que justificaría la exacción de los impuestos para mejorar
la calidad de vida de todos.
Se asume que la democracia lo legitima o justifica todo por la forma de elección de
los gobernantes; en realidad, se impone la tiranía de las mayorías, se ignora la
libertad y los derechos individuales. Aquellos que crean los impuestos y asignan lo
recaudado lo hacen en su propio nombre, no en el de los demás, y asumen una
legitimación tácita, cuya rebelión, aunque legítima, está sancionada penalmente.
Se permite la voz y el voto, pero no se permite exonerarse de la carga abusiva
impuesta de tributos, aunque se reciba a cambio servicios o bienes públicos
deficientes; un costo duplicado de pagar además por servicios o bienes de calidad
decente. Se traslada el déficit público por ineptitud, omisión o delito (corrupción)
al individuo, obligándolo a solventar el desquicio. Una condena que el desvío ético,
moral y constitucional rechaza, pero que, el sistema político auto legitima, impone,
a veces denuncia, pero no corrige.
No liberan al individuo de pagar, a esfuerzo propio, proyectos que no tienen
naturaleza de bienes públicos. El costo ampuloso y bastardo de «derechos
sociales» que una casta impone para frenar el crecimiento económico del individuo
y de la globalidad. El individuo está siendo parasitado por imposición del gobierno
por votos; o de los colectivos que imponen por la fuerza intereses corporativos
obscenos, contrarios al interés del bienestar general. Para completar esta acción
colectiva desintegradora de la armonía social, en los impuestos no hay control
individual sobre los presupuestos públicos, que agregan oponiéndose a la
legalidad: endeudamiento, inflación de precios y corrupción.
El robo del delincuente viola la libertad y la propiedad privada. Pero la pertenencia
a una comunidad suele implicar contribuciones que se justifican falazmente para
atender «necesidades colectivas», «por el bien común»; precio obligado de la
civilización y la convivencia. En realidad, al distorsionarse para abusar de bienes
propios, se convierten en robo legal. Mientras el dinero se sacrifica en las manos
porosas de burócratas, se postergan las urgencias en procura de una equidad de
oportunidades, mientras se encubren privilegios y desviaciones para fines
espurios. Gran parte de los impuestos son confiscaciones sistemáticas de dinero
para su redistribución o transferencia prepotente de individuos desorganizados a
grupos organizados, quitando a unos lo legítimo para dar a abusadores.
Los impuestos tienden a ser defendidos por ideologías colectivistas liberticidas y
por los receptores del dinero o los servicios asociados a los mismos: gobernantes,
burócratas, funcionarios, grupos subvencionados, ideólogos del estatismo,dirigentes corporativos para auto beneficio. El individuo siente que sus recursos se
sacrifican ante el altar mentiroso de lo colectivo. Esto es un daño doble: desalienta
y paraliza la economía y el trabajo.
Los impuestos son más un robo cuanto más altos sean, más injustificados y peor se
destinen. Sin ser estrictamente una rapiña (robo con violencia), su aplicación
desviada del interés individual que lo sustenta con sacrificio y el ejercicio del poder
etático que obliga a asumir la exacción, en la práctica, lo parece mucho.
Los derechos colectivos, sobre todo desde la Primera Guerra Mundial, no solo han
ganado importancia en el debate público y académico, sino que han sido
introducidos en legislaciones de casi todos los países. Sin embargo, mientras no se
puede negar a los individuos como sujetos de derecho y creación de recursos, no
sucede lo mismo con los «derechos colectivos» que crecen al socaire de quienes
consiguen votos y poder, y convencen de «redistribuir» lo ajeno para quedarse con
una parte para ellos.
Los liberales entendemos los derechos como la forma de desarrollar las facultades
propias de los individuos. Así reconocemos el derecho a la vida, a la no
interferencia de terceros en el proyecto de vida propio, a la propiedad privada
ganada en buena ley.
Los comunitaristas, en cambio, identifican en algunos colectivos una suerte de
legitimidad de terceros, propia e independiente de la de sus miembros, que debe
ser protegida, especialmente de grupos minoritarios pauperizados o no
integrados, sin duda responsabilidad colectiva, que se utiliza como argumento para
promover enfrentamientos y generar violencia, destruyendo la armonía que
implica la solidaridad. La vida en sociedad desde antes de que el Estado se
instituyese suele ser el ejemplo por excelencia. Los individuos se asocian en grupos
y estos son importantes para ellos y para la sociedad, tanto para la cohesión social
como para la convivencia pacífica. En condiciones de incertidumbre y cuando los
costos de información son altos y no están estandarizados, los grupos ayudan a
disminuirlos. Ahora bien, su utilidad social no es suficiente para hablar de una
identidad propia diferente de los individuos que la integran, ni una consideración
moral particular diversa de la de sus miembros que haga justificable una
protección especial más allá de la que otorgan los derechos individuales.
De hecho, la familia es una realidad antropológica, histórica y cultural a través de
la que los individuos, unidos por lazos de sangre, cohabitación, crianza o afinidad,
se desarrollan. Sin embargo, no suele entrar dentro de las reivindicaciones
tradicionales de derechos colectivos de los colectivistas. En cambio, reclaman
supuestos derechos para agrupaciones que ni siquiera podemos definir de formaunánime, cuyos lazos son más débiles. Compartir una serie de características, no hace de las agrupaciones entes con un estatus moral separado, homogéneo,
perdurable y fácilmente identificable. Los grupos son realidades cambiantes, muy
sensibles tanto a cambios endógenos (asociados a la propia evolución de sus
integrantes), como a cambios exógenos (asociados a situaciones políticas e
institucionales).
Al final, la configuración de derechos colectivos alrededor de grupos heterogéneos
se acaba traduciendo en la institucionalización de los intereses de grupos
privilegiados que, en muchas ocasiones, terminan por cercenar los derechos de los
individuos que se encuentran desorganizados o no están ajenos a la presión
corporativa sobre quienes rigen las relaciones en el seno de una sociedad.
Hay otros derechos que no tienen tanta repercusión cuando se ejercen de forma
individual y se suelen ejercer colectivamente, como el derecho de manifestación.
Pero es el individuo el único sujeto que merece consideración moral, y son sus
intereses los únicos que merecen protección, no como miembros de agrupaciones,
ni siquiera como miembros de la sociedad, sino por el mero hecho de ser
individuos.
Los derechos colectivos, de existir, no pueden usarse como excusa para cercenar o
limitar derechos individuales, sino que deben subordinarse siempre a estos.
Puesto que los primeros son un mero producto del derecho positivo, tan
cambiante, variable y opinable, como sociedades libres o totalitarias se han dado,
y se dan contemporáneamente.
Es tarea ciudadana evaluar en cada caso si la amenaza sobre lo tuyo es suficiente
para hacer peligrar que sea tuyo. Estructura de derechos y libertades tan costosa
de ganar y proteger, partiendo de que solo el individuo construye sociedades con
calidad de vida.