Por: Mario A. Menyou.
Un 5 de setiembre de 1820, Artigas se internará en Paraguay, previo solicitar permiso a ese Gobierno. El Dictador Gaspar Rodríguez de Francia lo recluirá de inmediato, completamente incomunicado, en el Convento de la Merced, en la ciudad de Asunción. Había llegado a esa ciudad escoltado por un Oficial y 20 húsares. Al puñado de hombres que habían ingresado al país con él, unos 200 en su mayoría negros, se los ubicó en diferentes puntos del trayecto.
Si bien Francia fue atento con el Prócer, disponiendo que se le entregara ropa en abundancia, útiles y objetos lujosos, él no aceptó más que lo que necesitaba. Lo que Artigas pidió en varias oportunidades fue ser recibido por Francia, a lo que éste siempre se negó. Al parecer, nunca se vieron durante esos años que convivieron en un mismo país.
No por eso, Artigas no fue tratado con respeto, al contrario; el Caudillo entrerriano Francisco Ramírez, que aún lo perseguía, pidió la extradición del Prócer, lo que fue negado por el Dictador Francia a pesar de que Ramírez le ofreciera libre navegación por los ríos, libertad de comercio, alianza, amistad…, en cambio, Francia no contestó el pedido y propuestas, y encarceló al mensajero que traía esas propuestas.
En 1821, el Prócer fue confinado a un paraje lejano de la capital del país y cercano a la frontera con Brasil, concretamente en San Isidro Labrador de Curuguaty, hasta donde se permitió que lo acompañaran dos de las personas que habían ingresado con él a ese país, fueron Lencina o Ansina y Joaquín Martínez. Allí trabajó la tierra y respetó las condiciones de libertad que se le impusieron, de no alejarse más de diez cuadras del templo existente en el pueblo.
También, el Dictador había dispuesto una pensión mensual para el General, que la erogaba el estado paraguayo, pero llegó a sus oídos que Artigas la repartía entre los pobres del lugar, por lo que al tiempo, le fue retirada.
Por su vida austera y ayuda a la comunidad con el producto de su trabajo, se le pasó a llamar “El Padre de los Pobres”.
A la muerte del Dictador Gaspar Rodríguez de Francia, el Gobierno Provisorio dispone que sea encarcelado, y así permanece por el lapso de aproximadamente seis meses. Organizado el nuevo gobierno paraguayo, integrado por los Cónsules Mariano Roque Alonso y Carlos Antonio López, no solo es dejado en libertad, sino que el 12 de agosto de 1841, en una medida llena de afecto, los Cónsules avisan al Comandante de Curuguaty que consulte a Artigas sobre su voluntad de regresar a su patria y en caso afirmativo se los haga saber. El Héroe agradecerá el gesto y dirá que “estaba muy distante de imaginar volver a su país nativo”, en cambio pide el favor de que lo dejen vivir allí.
En el año 1844 asume la Presidencia del Paraguay don Carlos Antonio López y el 21 de marzo de 1845 resuelve invitar a Artigas “para Instructor de un Ejército de la República”. El Héroe contaba ya con 80 años. Pasa luego a residir en Ibiray, en una chacra propiedad del citado Presidente en los suburbios de la capital paraguaya, donde un 23 de setiembre de 1850, a la edad de 86 años, lo alcanza la muerte y con ella, la inmortalidad.
En sus últimos años de vida, tuvo varias visitas que han quedado documentadas para la historia. El 15 de enero de 1845 recibirá a su hijo José María, que llegó con la intención de reintegrarlo a Montevideo, pero no quiso volver.
También lo visitó en dos oportunidades el Gral. Paz, argentino que había integrado el Ejército bonaerense en las épocas que se lo combatía a Artigas, pues habiendo concurrido al Paraguay y alojado cerca de la casa del Prócer, no quiso dejar pasar la oportunidad de visitar al Héroe. En sus Memorias, recuerda de una de las charlas paseando a caballo con él, lo siguiente, que define la lucidez y tranquilidad con que nuestro General asumió su vejez:
“General Paz, yo no hice otra cosa que responder con la guerra a los manejos tenebrosos del Directorio y a la guerra que él me hacía por considerarme enemigo del centralismo, el cual solo distaba entonces un paso del realismo. Tomando por modelo a los Estados Unidos, yo quería la autonomía de las provincias; yo quería que fueran estados y no provincias, lo cual aviene mejor con el sistema confederado, dándole a cada Estado su gobierno, su Constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y sus gobernadores entre los ciudadanos naturales de cada Estado. Esto era lo que yo había pretendido para mi provincia y para los que me habían proclamado su protector. Hacerlo así habría sido darle a cada uno lo suyo, erigiendo al mismo tiempo un monumento a la diosa Libertad en el corazón de todos. Pero los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial, mandando sus procónsules a gobernar las provincias militarmente y despojarlas de toda representación política, como lo hicieron rechazando los diputados al Congreso que los pueblos de la Banda Oriental había nombrado y poniendo a precio mi cabeza. El fusilamiento de José Miguel Carreras y el manifiesto de sus hermanos a los chilenos serán eternamente mi mejor justificativo”.
Tenemos, para finalizar con el relato de las actuaciones de nuestro ilustre Prócer, el testimonio de otra visita que nos ha quedado graficada, la del Mayor del Cuerpo Imperial de Ingenieros Enrique de Beaurepaire Rohan, quién en viaje de Cubayá a Río de Janeiro, no desaprovecha la oportunidad de conocer a Artigas y así lo relata:
“No me cansaba de estar frente a frente con este hombre temido, de cuyas hazañas había oído hablar desde mi infancia, y que mucho tiempo creía muerto. Por su parte, no se manifestó menos satisfecho el viejo, al saber que me conducía a su morada la fama de sus hazañas. Entonces, me preguntó risueñamente, ¿mi nombre suena todavía en su país de usted? Y habiéndole contestado afirmativamente, dijo, después de una pequeña pausa: “Es lo que queda de tantos trabajos: hoy vivo de limosnas”.
Como última anécdota de su vida, ya postrado en lecho de muerte, pide que le ensillen su “morito”, intentó incorporarse, pero ya no pudo.
¿Qué quiso hacer? ¿Morir de pie como los árboles?, ¿cómo los viejos Caciques de nuestra América?
¿Habrá querido morir como vivió, siempre de a caballo?
Don Roberto Velasco Lombardini, en un escrito titulado Artigas “El Protector” culmina diciendo:
“Y aún en esa impotencia suprema, su semblante de acero, afilado ya por la muerte, pero firme y recto como el filo de su vieja espada, daba temple a la vida y hacía temblar su ya sellada suerte.
Era la serenidad del que ha pagado al destino, todo lo que él le dio y en su insaciable deseo de superación, reclama el derecho de morir, con la misma grandeza con que había vivido”.