Por el Dr. Nelson Jorge Mosco Castellano
El Uruguay desde su más prístina formación política ha sido tomador de ideas, y el mundo ha estado inficionado de socialismo. Domingo Arena, estrecho colaborador de Batlle y Ordóñez se preguntaba: “¿Cuánto vale el trabajo de un obrero? ¿Cuánto vale un día de esfuerzo, de sol a sol, arando tierra, arrancando piedra? Es lo que no se ha establecido todavía, ni se va a establecer de una manera equitativa y justa”. Sea cual fuere el método para desentrañarlo, si existiese, seguramente no se basaría en la oferta y demanda de trabajadores rurales y picapedreros. Es que una multitud de problemas morales en el terreno económico invita a una permanente intervención gubernamental. No cabe duda de que primará la opinión generada o recibida por quien tiene el poder, vale decir, el Estado. Y lo mismo acontece con la multiplicidad de casos en que los precios que fija el mercado (productor y cliente) pueden suscitar disenso desde distintos ángulos, especialmente desde la perspectiva moral. Atribuir un contenido esencialmente ético a la economía y promover un Estado dirigista son una misma cosa. Heinrich Ahrens no explica por qué deberíamos esperar que una sociedad que requiere tuitivamente al Estado hasta que pase de la infancia cultural, produciría estadistas maduros y cultivados, ni siquiera por qué la presunción debe ser que actuarían para el bien de la comunidad global, en lugar de hacerlo en interés propio, o de sus amigos, o para mantener permanentemente el poder. Hacia mediados del siglo XX, la intervención del gobierno en la economía llegó a un paroxismo. La espontaneidad social parecía haber muerto junto con la libertad económica. Así lo demuestra la casi total desaparición de los precios de mercado, y su sustitución por precios administrados, así como la injerencia gubernamental para “evitar” desabastecimiento de distintos productos.: “La política de subsistencias…” El productor jamás permitirá el desabastecimiento de ningún bien si es negocio producirlo por la simple necesidad de venderlo; lo que implica que precios libres, en competencia, nunca abusarán del consumidor porque habrá varias ofertas. En cambio, los precios artificialmente deprimidos conducen inexorablemente al desabastecimiento.
Pedro Manini planteó una pregunta removedora para la época de Batlle y Ordóñez: “¿Somos socialistas o somos colorados?”. En una entrevista del diputado socialista argentino Alfredo Palacios, le preguntó a Batlle si se consideraba socialista, éste respondió:”… que él no sabía si era socialista. Que su vida había sido siempre de lucha, no habiendo podido profundizar bien esa cuestión. Sin embargo, he sido enemigo del individualismo absoluto, y más de una vez he tratado de hacer prácticas ideas socialistas que me han parecido sumamente aceptables”, reconoció Batlle que fue influenciado por “El curso sobre el Derecho Natural” de Ahrens. En la visión de la segunda Presidencia de Batlle, la empresa pública tiene por fin hacer que la comunidad se apropie de la renta de las actividades industriales, comerciales y financieras. Al estatizarse una empresa o una industria, la comunidad se apropia de la renta que percibían los accionistas de la empresa y los usa en su propio interés, ya fuere transfiriendo la empresa estatal sus ganancias al Fisco, ya vendiendo los productos de la empresa más baratos. Nunca se le ocurrió a Batlle lo que pasaría un siglo después con los intermediarios políticos entre la renta y la comunidad. El Poder Ejecutivo transformado en CEO de una mega-corporación económica con empresas petroleras, financieras, bancarias, inmobiliarias, comunicacionales, de transporte y varios etcéteras más, explica el tremendo poder del Presidente de turno y la repartija de cargos de confianza política. Además las acciones que tiene el Estado en empresas de derecho privado como ALUR, REGASIFICADORA, ANTEL ARENA y muchas más, insospechadas para sus dueños, quienes padecemos sus pérdidas. Un Estado empresario, sea porque tiene empresas estatales o porque interviene en empresas privadas, es una receta infalible para el subdesarrollo. Es una contradicción de términos ya que el empresario arriesga capital propio mientras que el Estado arriesga capital del pueblo, que se extrae compulsivamente a través de impuestos y precios públicos. Además, el empresario compite en igualdad de condiciones con sus pares, mientras que el Estado cuenta con el enorme arsenal: subsidios, recursos de los contribuyentes, préstamos sin capacidad de repago, aumentos de precios públicos que cubren pérdidas. Por eso el Estado empresario monopólico constituye una flagrante violación al derecho constitucional de defensa de la competencia, y un grave perjuicio para el contribuyente y el consumidor. El populismo, la necesidad de cargos para “compañeros”, nos ha convencido de que el Estado debe hacer cosas sustituyendo al sector privado, borrando así los límites entre uno y otro, límites fundamentales para la efectiva vigencia de los Derechos Humanos, promoviendo un abuso de poder casi incontenible. Nunca se le habría ocurrido a Don Pepe que un falso genetista fundiría a la monopólica ANCAP, dejando más de 2.100 millones de dólares de déficit que los políticos recapitalizaron con nuestra plata, para no cerrarla. Que el mismo cretino compraría una caldera inistalable por 90. Y el progre, que no es de izquierda porque es corrupto, usaría la tarjeta corporativa de la empresa pública para surtirse de un traje de baño y un colchón. Y todavía sigue libre y militando. Tampoco que otros compas de izquierda harían invertir en un aborto de regasificadora, dejando una pérdida de más de 300 millones de dólares a Juan Pueblo, incluidos masajistas, entrenador de yoga, y sueldos de primer mundo por hacer, absolutamente nada. Hubiera decepcionado a Batlle, que la presidente de otro monopolio estatal de comunicaciones, mandara construir una Arena, enterrando el triple del costo de la obra, y olímpicamente se candidateara a intendente sin responder política o penalmente. Que hubiera escrito Batlle de ALUR, enterado de que su presidente tomaba whisky en un aeroplano de los uruguayos, festejando que la Planta de Micro destilería que costó U$S 660 mil debería ser abandonada. Planeada para producir 1.000 litros diarios de jugo de boniatos, etanol, fracasó el proyecto que ANCAP tuvo que pasar integralmente a pérdida. Ni que hablar de los perfumes con fragancia a otro “muerto” de ANCAP. O que, con la plata de los intereses de los préstamos “sociales” a trabajadores y jubilados del BROU, Mujica encendiera velitas al socialismo, con mecha corta que dejó el tendal de pérdidas y desempleados. O de los ruinosos negocios con Cuba y Venezuela con garantía de los uruguayos por más de 330 millones de dólares. Promover la extensiva intervención política en la gestión empresarial, es lo que insufla al comunismo de ansias totalitarias de poseerlo todo. Cuanto mayor sea el rol empresario del Estado más injerencia tendrá en el sector privado, mayores recursos dilapidará, más poder brindará a los gobernantes de turno y más se debilitarán los derechos individuales. Por eso, se impone reducir drásticamente la gigantesca intervención estatal en el ámbito empresarial, y la solución es fácil: vender acciones o cerrar las empresas estatales y de empresas privadas con fondos públicos. Como dijo Margaret Tatcher: “El socialismo fracasa cuando se les acaba el dinero… de los demás”. El Uruguay socialista ya no soporta la elefantiásica estructura burocrática y corrupta que banca el único que produce recursos: el sector privado. Las “ganancias” de las empresas públicas, cuando apenas las consigue, son producto de su posición dominante monopólica, o de competir con enormes ventajas frente a los privados. Y lo peor, a la larga lo pagamos todos los uruguayos. Juan Bautista Alberdi advertía que se podía tirar a la marchanta a una sociedad productiva: “El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia; no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guardián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria». No hemos logrado cambiar esas políticas perniciosas económicas que lastran al ahorro, frustran al emprendedor pequeño y mediano, benefician al gran empresario, generalmente del exterior, con exenciones que no consiguen los uruguayos. Tampoco hemos podido realizar una reestructura sectorizada de las administraciones departamentales que absorben millonarios recursos y brindan mínimos o nulos servicios a sus contribuyentes. Ni siquiera se ha revisado el presupuesto nacional desbrozando organismos “políticamente correctos”, pero absolutamente innecesarios y burocráticamente insoportables. Uruguay, donde toda la economía está indexada por la inflación en pesos sufría, además, antes del horror de Ucrania, la inflación norteamericana. Es decir que cada año todo sube 8% en moneda local. Pero para calcular la inflación en dólares hay que dividir por un tipo de cambio que tiende a bajar cuando las commodities suben. El resultado es una inflación garantizada en dólares mucho más alta. En poco tiempo corremos el riesgo de perder exportaciones, y ser uno de los países más caros del mundo, con menos empleo privado, lo que hace imposible sostener las políticas sociales y la seguridad social. Cualquier inflación se para sólo con el aumento del ahorro, o sea la disminución de la propensión al consumo, o sea con recesión, a la que ningún burócrata político soporta. Una reestructura audaz a fondo es impostergable, pese a las restricciones políticas y la oposición mal intencionada que quiere el desastre para su beneficio. La única alternativa es remodelar un país de base socialista, que ha acuñado la fatal arrogancia, tantas veces fallida, de que la administración política, maquillada, nos sacará adelante.
Una nueva frustración popular por postergar el ajuste del gasto público en serio nos conducirá inexorablemente a un gobierno comunista, que al aumentar el despilfarro aplicará, de manual, recetas totalitarias. Cambiará definitivamente la sociedad integrada y libre, la REPÚBLICA SOCIALISTA DEL URUGUAY que desde la teoría ideal soñó Batlle.