Mazar – e- Shariff.

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Mazar –e-Shariff era la capital de la «Alianza del Norte». Tenía una población de 200 mil personas, pero no era un dato seguro, sino estimado.

Fue punto clave de la milenaria «Ruta de la Seda» y ahora de la ruta del contrabando. Continúa siendo un enclave estratégico muy importante por ser el punto de entrada a Asia Central.

Presentaba un aspecto más desolado y destrozado que Kabul, pero destacaba la presencia de su mezquita principal, la “mezquita azul”, lugar de peregrinación destacado en toda aquella enorme región.

Me comentaron:” Aquí está la tumba de Ali, el yerno de Mahoma”. Posteriormente comprobé que no es así. Es otro Ali el sepultado, figura importante en la historia de Afganistán, pero no de la talla del yerno del Mahoma, casado con su hija Fátima.

La mezquita se impone (y desentona) por contraste con el paisaje ciudadano. Para tener una idea, sería como instalar el comercio más lujoso del Montevideo Shopping en uno de nuestros barrios periféricos [2].

Visité la mezquita en compañía de otros colegas, todos extranjeros. Pedimos acceso al lugar de oración, sitio sagrado para los musulmanes vedado a los «infieles”. El teniente coronel del ejército afgano encargado de la seguridad nos miró atónitos: “¿Están locos? Ustedes no son musulmanes. Tienen prohibido el acceso al lugar de oración.” Se nos ocurrió que tal vez podría hacer una “excepción”. “¿Una excepción?” “La decisión debería provenir de muy altos niveles y así mismo, no creo que los autoricen”.

Así entonces nos conformamos con recorrer los alrededores.

Un peregrino realizaba el recorrido de siete vueltas de derecha a izquierda alrededor de la mezquita, tal como se hace en La Kába. Vestido como un anacoreta, se desplazaba dando giros sobre sí mismo y mantenía los ojos cerrados, al tiempo que emitía un sonido gutural, un cántico ronco e incomprensible. Pensé: “Está loco”, pero tiempo después aprendí: realizaba un canto ritual y se encontraba en éxtasis, un estado común en muchos creyentes, ya que viven en regiones aisladas, dedicados a la contemplación y a la penitencia, dónde asimilan estados místicos o conductas que a los occidentales nos resultan “extrañas”.

Caminamos por algunos lugares considerados “seguros”. El tránsito es caótico. Los comercios están apiñados por todos lados y venden cualquier tipo de cosas. Se nota más la influencia de Asia Central. Por ejemplo, hay comercios dedicados a la venta de artículos para practicar el «buskashi», el deporte nacional afgano: gorros, «chapanes» (prenda de vestir típica afgana, fustas y monturas. Visité una tienda con un sugestivo nombre:” La ruta de la seda”, pero no vendía ese milenario artículo. El propietario giraba en otro rubro más actualizado: vendía electrodomésticos traídos de contrabando desde China.

El » muecín» llama a oración mucho más temprano, a las cuatro treinta. (En Kabul lo hacía después de las cinco).

El encargado de la casa dónde me alojaba era un señor mayor. Le faltaban la mano derecha y el pie izquierdo” Heridas de la guerra” –me dijo.

Pregunté si el lugar era tranquilo. Me dijo uno de los ocupantes, llamado, Pero Begic, serbio, con dos años viviendo en Afganistán: “Ahora si, cada tanto pegan unos tiros en la punta de la casa (señaló un rincón del muro) pero no pasa más de eso.” Arribó un británico a alojarse y le dieron una habitación. Al rato bajó al comedor preguntando: “Dónde están las conexiones de Internet”. Dando muestras de una paciencia infinita, Pero Begic le contestó. “¿Internet? Tenemos suerte al contar hoy con energía eléctrica…

Y así era en ese entonces. Si había luz, no había agua. O ninguna de las dos.

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