EL LENGUAJE COMO ARMA POLÍTICA. Por Hilario Castro Trezza

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Historiadores y educadores, que notoriamente simpatizan con la izquierda, se han sentido profundamente agraviados por el hecho de haber quedado excluido el “terrorismo de Estado” como categorización de la dictadura uruguaya (1973-1985), de los nuevos programas educativos de ANEP. A su vez argumentan que ello es parte de un proceso “negacionista”.

Vamos a analizar en la presente columna sí hay motivos para tanta disconformidad.

La caracterización “terrorismo de Estado” responde a una tendencia internacional que ha tenido gran difusión. El teórico comunista italiano Antonio Gramsci, de gran influencia en la izquierda contemporánea, afirmaba “…el que controla las palabras controla la realidad”. Ahí está el quid de la cuestión. En lo personal no me duelen prendas, dado que estuve contra la dictadura cívico militar desde que se instauró hasta que feneció. No obstante, no comparto  conceptualmente que se califique al Estado uruguayo como terrorista entre el 27 de junio de 1973 y el 28 de febrero de 1985 y mucho menos que se retrotraiga el calificativo al 13 de junio de 1968.

En ese período y en especial durante la dictadura se cometieron graves violaciones a los Derechos Humanos: detenciones indebidas; torturas; desapariciones forzadas e incluso homicidios. Todo ello se dio en el marco de una guerra irregular de baja intensidad desatada por organizaciones revolucionarias armadas de inspiración marxista o anarquista.

A su vez el gobierno dictatorial limitó innecesariamente la libertad de prensa, los derechos de reunión y asociación y arbitrariamente destituyó funcionarios públicos y proscribió políticos. El uso inmoderado de la fuerza obviamente que generó terror no sólo a los subversivos, sino a ciudadanos, probadamente demócratas, que eran opositores al régimen. Pero todo ello, sin quitarle un ápice de gravedad, no configura, a la luz de la historia, un Estado terrorista, sería una calificación inadecuada e injusta.

El terrorismo de Estado ocurrió por ejemplo en las Revoluciones Francesa, Rusa, China o Camboyana, en la Italia fascista, en la Alemania nazi o en el curso de la Guerra civil española. Estaríamos banalizando el terror, sí catalogamos de terrorista a la dictadura uruguaya.

Los mismos que catalogan a la dictadura de terrorista niegan que los combatientes irregulares fuesen terroristas, dado que afirman que por ejemplo el M.L.N (T) desplegó una propaganda armada obviando que los secuestros, extorciones, estragos y homicidios producen terror, no obstante los subversivos uruguayos no emplearon nunca el terrorismo masivo como el ERP y Montoneros en Argentina; las FARC en Colombia o Sendero Luminoso en Perú.

Si esta precisión es válida y la admito, también hay que admitir que los militares uruguayos no llegaron, ni por asomo, a las barbaridades que cometieron, en la lucha antisubversiva, sus colegas argentinos. No es una cuestión de grado en el uso del terror como instrumento político, sino de estrategia militar, aquí no hubo como en Argentina, orden de exterminio del enemigo, ello explica el enorme número de prisioneros en cárceles militares.

Otra palabra que se ha generalizado en ámbitos intelectuales  es el de “negacionista” para quienes no tienen la misma visión que la izquierda sobre las causas de la insurgencia y la contrainsurgencia. El término “negacionismo” está vinculado con las corrientes que niegan el holocausto del pueblo judío a manos del nazismo, de ahí el efecto descalificador que produce el vocablo.

El comunismo, al que el Papa Pío XI calificó acertadamente de “intrínsecamente perverso” usó como nadie el terror como metodología política. Ya en 1901 Lenin expresaba: “En principio no hemos renunciado nunca al terror y no podemos renunciar a él. Es una de esas acciones militares que puede ser totalmente ventajosa e incluso esencial en un cierto momento de la batalla…”, y ya en el Poder en 1918 daba instrucciones “para poner en marcha un terror de masas implacable contra los kulaks, los sacerdotes y los guardias blancos y para confinar a los sospechosos en un campo en las afueras de la ciudad”.

A su vez Trotsky fue contundente: “Protestáis contra el blando y débil terror que estamos aplicando contra nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas… la guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”.

Y para acercarnos más en el tiempo y en el espacio, no podemos omitir el terror de los fusilamientos sumarios, los interrogatorios “severos” y el tratamiento punitivo a la disidencia en la Cuba revolucionaria, para concluir con una terrorífica cita del Che Guevara: “el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo que impulsa  más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierten en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así, un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal. Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión, hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles y aún dentro de los mismos atacando donde quiera que se encuentre, haciéndolo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite”.

El lector sacará las conclusiones en cuanto a quienes sembraron los vientos revolucionarios que trajeron las tempestades contrarrevolucionarias.

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