LA ESQUIZOFRENIA POLÍTICA Por Nelson Jorge Mosco Castellano

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Groucho, el más verídico y trabajador de los Marx, nos da la clave para entender el leitmotiv de una actividad esquizofrénica con la que tenemos que convivir: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y

aplicar después los remedios equivocados”.

La esquizofrenia es un trastorno mental grave por el cual las personas interpretan la realidad de manera anormal. Los grados de este trastorno en política van, desde los que ignoran que son esquizofrénicos y manipulan los recursos ajenos con la convicción de que saben lo que hacen; aquellos que asumen la realidad es de diseño propio, creen que pueden manipularla para alcanzar una utopía falaz (marxistas), y los que alevemente utilizan la utopía, dolosamente, con conciencia y voluntad de daño, para crear esquizofrenia en los demás (termo pensantes, adictos al poder, rapiñeros, comunistas, dictadores, tiranos, déspotas, totalitarios varios).

Manipuladores, que hacen creer que pueden cambiar la realidad para aprovecharse de los demás y dominarlos.

Hay grados intermedios, conscientes de las limitaciones humanas pero que “profesionalizan” la política (viven de ella). Por tanto, luchan y se desangran por la fe que los empecina: ofrecer propuestas como nos decía Groucho. Pocas veces sus decisiones están alineadas con el orden espontáneo que ha construido nuestra

civilización, y limitan el daño que sus decisiones genera. En la mayoría de los casos se impone la realidad, fracasan, siendo desplazados. De tanto mentirle a su público objetivo (nosotros) asumen como verdad que tienen la capacidad divina de cambiar la realidad, la pobreza, la inseguridad, el desempleo, la marginación. Esta esquizofrenia tiene dos consecuencias nefastas: la falta de credibilidad en el político, y la utilización de la mendacidad para imponernos una superestructura de poder desde el Estado. En cada fracaso doblan la apuesta falaz culpando del desvío esquizofrénico a otros. Desde allí, el manual del Foro de San Pablo indica: construir una grieta, un enfrentamiento, un enemigo a destruir.

L. V. Mises parte de un sencillo axioma más lleno de sentido común y de lógica práctica que cualquiera de las formulaciones de la ciencia económica del mainstream: el hombre actúa intencionalmente para pasar de una situación incómoda a otra relativamente más cómoda según su percepción. Para ello utiliza medios que son escasos y ha de ejercer permanentemente un acto de valoración en el que tales medios son sopesados en función de los fines que el individuo persigue.

La elección de fines, dice el paradigma austriaco, es siempre subjetiva, y esa subjetividad conlleva dos rasgos: es limitada y maneja siempre información limitada y sesgada, por un lado; y hay siempre una incertidumbre/ignorancia inevitable. La ignorancia persistente y la subjetividad tienen como cara alterna que la información y el conocimiento no se hallan ni se hallarán jamás concentrados de manera completa ni en políticos, ni en expertos, ni en visionarios. Tan solo un

sistema social abierto donde los individuos sean libres para captar los conocimientos que deseen y para gestionarlos cooperativa y creativamente puede obrar el milagro de dar prosperidad a cada vez más gente.

Para que tal cosa ocurra, en un mundo de ocho millones de habitantes, es preciso que la función empresarial, es decir la acción humana especializada en buscar el beneficio subjetivo coordinando recursos, sea libre. La soberbia de pensar que esa coordinación social puede hacerse desde instancias coactivas solo puede aumentar el riesgo de consolidar el error. No es que el emprendedor que actúa en la institución del mercado, no cometa errores, sino que la libre acción de individuos, al aportar conocimientos desde prueba y error, genera descubrimientos variados.

Premia a los eficaces y eficientes que prosperan, mientras los demás sufren quebrantos.

Entonces se dan en política dos errores: la arrogancia fatal y la coacción. La posibilidad de obligar a otros individuos a llevar a cabo los propios planes constituye un incentivo determinante para la arrogancia. Induce a concebir irreales planes de negocios, el recurso a la coacción institucional aporta dinero fácil a políticos,

conduciéndolos directamente al error y a persistir en el mismo.

En los últimos años la expresión «gasto público» viene siendo reemplazada por «inversión pública». La razón es evidente: «gasto» es un término peyorativo mientras que «inversión» sugiere la existencia de rentabilidad. Algunos vendedores emplean esta misma argucia lingüística para convencer a sus clientes.

La inversión es un fenómeno exclusivo del sector privado. Los inversores, previo ahorro o crédito, arriesgan su propio dinero y, aunque no son infalibles, solo abordan proyectos potencialmente rentables. Como todo humano, no posé ni la

totalidad de la información acumulada en la humanidad, ni tampoco la diversidad de conocimiento especializado en todas las áreas. Va en la búsqueda del beneficio, que en su caso, es la prueba de haber servido cumplidamente las necesidades y deseos del consumidor; mientras que la pérdida indica que los factores de producción fueron mal empleados. Rentabilidad económica, por tanto, es sinónimo de utilidad social.El político no arriesga su propio dinero, sino que «dispara con pólvora del rey».

Elabora su presupuesto con criterios políticos (mantenerse en el cargo) y, frecuentemente, procurando el ilegítimo enriquecimiento propio y de terceros (corrupción). En el mejor de los casos, el gasto público ralentiza la acumulación de capital; en el peor, ocasiona consumo de capital, disminución de los salarios reales y, en definitiva, la reducción del nivel de vida de la población. Por ejemplo, en la década de 1960 el gobierno de EE.UU. gastó 153.000 millones de dólares (actuales), equivalente al 3,5% de su PIB, con el objetivo de poner un hombre en la Luna. No es posible llamar «inversión pública» al empobrecimiento de millones de familias norteamericanas que, para mayor gloria nacional, fueron privadas de específicos bienes. Gastar dinero confiscado no es invertir.

Los defensores del gasto público afirman que sin el concurso del Estado determinadas obras o servicios —aquellos no rentables en el ámbito privado— nunca se hubieran realizado. Lejos de favorecer su imagen, señala al gobierno como ente especializado en acometer proyectos ruinosos. El ejemplo de los gobiernos

frentistas, en particular el “Pepismo”, son pruebas irrefutables. Tan es así, que el propio Mujica, ahora, aboga por directorios técnicos en organismos públicos.

Recordará la actuación de Sendic en ANCAP, el las velitas al socialismo del FONDES con Envidrio manejado por Placeres, el señor de la derecha en PLUNA y la demanda por la que Uruguay pagará indemnización de 30 millones de dólares más acrecidas

tras fallo por el cierre de la multi fallida aerolínea, y la regasificadora que viene costando por ahora más de U$S 300 millones.

La rentabilidad de la «inversión» pública ha limitado la inversión en ciencia, en educación y en seguridad. La «fuga» de talentosos investigadores por sus bajos salarios, la carga tributaria, el avasallamiento sobre su propiedad los induce a expatriarse. Otra queja es la poca estabilidad laboral ya que la continuidad de los

proyectos está supeditada a fondos no garantizados. Los investigadores no son los únicos que desearían cobrar mucho más y tener la tranquilidad de ser funcionario

público.

Solo la inversión privada, mediante el cálculo económico, puede indicarnos si una inversión ha sido o no rentable. Otros «informes» vinculan gasto público en infraestructura y la creación de empleo. Resulta sospechoso que ni un solo estudio de este tipo admita rentabilidades negativas. La causa es evidente: todos esos

análisis de rentabilidad son falaces porque carecen de un método válido. La afirmación que toda investigación, per se, produce un retorno positivo a la sociedad es una falacia y presenta las deficiencias propias de cualquier sistema público: a) Incentivos. Son los propios investigadores o sus jefes políticos quienes deciden quéinvestigar. Intereses particulares que no siempre coinciden con los intereses de los contribuyentes. La verdad científica (siempre provisional) es fácilmente pervertida y sustituida por la verdad «oficial» que dicta el gobierno. b) No existe forma racional de saber si una investigación ha sido o no rentable porque no hay cálculo

económico, salvo las pérdidas siempre atribuidas a responsabilidades difusas. Los defensores del gasto público olvidan el costo de oportunidad, lo que hubiera podido hacer un contribuyente con su dinero si no se lo hubieran arrebatado. En el libre mercado son los consumidores quienes determinan, mediante el mecanismo de precios, la elección que responde mejor a sus propios intereses: atender sus necesidades más perentorias.

Por último, otra falacia asociada al mito de la «inversión pública» es la referida al «impacto económico» del gasto público. Los gobiernos, pero sobre todo las empresas públicas, afirman que su gasto es rentable para la sociedad; utilizan la ilusoria teoría keynesiana para hacernos creer que cada peso confiscado se multiplica de forma milagrosa haciéndonos a todos más ricos. Por lo visto, los

políticos y sus acólitos están (por alguna desconocida razón) mejor dotados que los propios empresarios para identificar proyectos viables, algo que Friedrich von Hayek llamó «la fatal arrogancia», que aumenta con la pulsión socialista.

En definitiva, en el sector público no hay tal cosa como «inversión», ni es posible medir la rentabilidad o el «impacto» del dinero gastado. Primero, el dinero público se obtiene mediante la violación de la propiedad privada (imponiendo su pago bajo el poder etático) por tanto, de origen es inmoral. Segundo, las decisiones de gasto

obedecen a intereses políticos y de grupos de interés. Tercero, no hay propiedad privada de los factores de producción y es imposible el cálculo económico. Y cuarto, la responsabilidad pecuniaria queda reemplazada por el riesgo político: los «inversores públicos» se han blindado legalmente frente a sus errores y desmanes. Y en el caso directo de corrupción, procurando además, impunidad.

Winston Leonard Spencer Churchill un político, estadista y personalidad que marcó el siglo XX., dijo: «Se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando».

También señaló: «El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio».

Y concluyó: «La principal diferencia entre los humanos y los animales es que los animales nunca permitirían que los lidere el más estúpido de la manada”.

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