El Trato de los Ancianos

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Por: Redacción Contexto

Cuando visité una aldea en la isla de Viti Levu, en Fiyi, entablé conversación con un lugareño que había viajado a Estados Unidos y me contó sus impresiones. Había ciertos rasgos de la vida estadounidense que admiraba o envidiaba y otros que le disgustaba. Lo peor de todo era nuestro trato a los ancianos. Las personas longevas de la Fiyi rural siguen residiendo en la aldea donde han vivido toda su vida, rodeados de sus familiares y amigos de siempre. A menudo viven en una casa con sus hijos, que se ocupan de ellos, hasta el punto de masticar y ablandar previamente la comida a un progenitor cuyos dientes están desgastados hasta la encía. Sin embargo, a mi amigo fiyiano le indignó que en Estados Unidos muchos ancianos sean enviados a un asilo donde solo reciben visitas ocasionales de sus hijos. «¡Abandonáis a vuestros ancianos y padres!», me espetó en tono acusador.

En las sociedades tradicionales, algunos atribuyen a sus mayores un estatus incluso más elevado que los fiyianos, y les permiten tiranizar a sus hijos adultos, controlar las propiedades de la sociedad e incluso impedir que los jóvenes contraigan matrimonio hasta cumplidos los 40. Otros confieren a sus ancianos un estatus todavía más bajo que los estadounidenses, y los dejan morir de hambre, los abandonan o los asesinan activamente. Por supuesto, se aprecia una gran variación individual dentro de cada sociedad: tengo varios amigos estadounidenses que internan a sus padres en un asilo y los visitan una vez al año o nunca, y otro que publicó su vigésimo segundo libro coincidiendo con su centésimo cumpleaños y lo celebró en compañía de todos sus hijos, nietos y biznietos, a quienes veía con frecuencia durante todo el año. Pero el grado de variación entre las sociedades tradicionales con respecto a sus prácticas normales de cuidado de los ancianos supera incluso la variación individual que se da en Estados Unidos. No conozco a ningún estadounidense cuya atención a sus padres ancianos llegue al extremo de masticarles previamente la comida, ni a nadie que lo haya estrangulado y sea alabado en público por ello. Es un hecho consabido que los ancianos a menudo llevan una vida deprimente en Estados Unidos. ¿Podemos aprender algo de todas esas variaciones entre las sociedades tradicionales, tanto en lo que podríamos imitar como en lo que deberíamos evitar?

(2.ª parte de «El trato a los ancianos» )

Antes de continuar, permítanme mencionar dos objeciones que se plantean a menudo. Una es que no existe una definición universal sobre la edad en la que una persona es «anciana»; eso también varía entre las sociedades y en función de la perspectiva personal. En Estados Unidos, el gobierno federal vigente define la vejez a partir de los 65 años, cuando una persona puede acceder a la prestación de la Seguridad Social. Cuando era adolescente, veía a las personas que estaban a punto de alcanzar la treintena y consideraba que se hallaban en la plenitud de la vida y la sabiduría, a las de más de treinta como gente de mediana edad y a cualquiera que hubiese cumplido ya los 60 como un anciano. Ahora que tengo 75 años, creo que mis 60 y 70 son la cúspide de mi vida, y es posible que la vejez comience hacia los 85 o los 90 dependiendo de mi estado de salud. Sin embargo, en la Nueva Guinea rural, donde relativamente poca gente llega a los 60 años, incluso las personas de 50 son consideradas ancianas. Recuerdo que llegué a una aldea de la Nueva Guinea indonesia donde, al saber que tenía (entonces) 46 años, los lugareños exclamaron «setengah mati», que significa «medio muerto», y me asignaron un adolescente que caminaba constantemente junto a mí para asegurarse de que no hubiese ningún percance. Por ello, la «vejez» debe definirse conforme a los criterios de la sociedad local, y no mediante un recuento arbitrario y universal de la edad.

(3er. Parte de «El trato a los ancianos»)

La otra objeción guarda relación con esa primera. En los países en los que la esperanza de vida está por debajo de los 40 años, cabría imaginar que nadie llega a la vejez tal como la definimos en Estados Unidos. En realidad, en casi todas las aldeas de Nueva Guinea en las que he realizado encuestas, aunque poca gente llega a los 50 y cualquiera que los haya superado es considerado un «lapun» (anciano), me muestran a una o dos personas cuya edad puede cifrarse en más de 70 gracias a sus recuerdos de acontecimientos fechados (por ejemplo, si estaban vivos en el momento del gran ciclón de 1910). Es probable que sean cojos, discapacitados visuales o ciegos y que dependan de sus familiares para obtener comida, pero, no obstante, desempeñan un papel vital (como veremos) en la vida de la aldea. Otros hallazgos similares son aplicables a ciertos pueblos tradicionales: Kim Hill y A. Magdalena Hurtado reconstruyeron las genealogías de cinco indios aché de Paraguay que vivían en el bosque y murieron a las edades respectivas y aproximadas de 70, 72, 75, 77 y 78 años, mientras que Nancy Howell fotografió a un hombre «Kung» a quien le estimaba 82 años pero que todavía podía recorrer largas distancias cuando su grupo trasladaba el campamento y aún obtenía gran parte de su alimento y construía su propia cabaña.
¿Cómo podemos explicar la gran variación que se aprecia en las normas de trato a los ancianos entre distintas sociedades? Como veremos, parte de esa explicación radica en la diferencia en los factores materiales que los convierten en personas más o menos útiles y que hacen más o menos factible que los jóvenes les presten su apoyo. La otra parte de la explicación es la variación en los valores culturales entre sociedades, como el respeto a los ancianos y a la privacidad, el énfasis en la familia en lugar del individuo y la confianza en uno mismo. Esos valores solo son parcialmente predecibles a partir de los factores que convierten a los ancianos en personas útiles o en una mera carga.

(Extracto del libro: «El Mundo hasta ayer», de Jared Diamond, Premio Pulitzer 1988.
1ª edición – Editorial Debate, Buenos Aires, 2013)

2 COMENTARIOS

  1. que tema este, por estas latitudes ya es moneda corriente, desprenderse de los familiares ancianos enviándolos a los famosos «residenciales».- hoy la pandemia destapo varios «tarros» quien los tapara??

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