¿Qué hacer con la gente mayor?

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Por Redacción Contexto

En resumen, el estatus de los ancianos en las sociedades occidentales modernas ha cambiado drástica y paradójicamente en el último siglo. Todavía tratamos de dilucidar los problemas resultantes, que constituyen un ámbito desastroso de la vida moderna. Por otro lado, la gente vive más tiempo, los ancianos gozan de mejor salud física y el resto de la sociedad puede permitirse cuidar de ellos con más holgura que en cualquier época anterior de la historia humana. Asimismo, la gente mayor ha perdido gran parte de la utilidad tradicional que ofrecía a la sociedad, y a menudo acaba siendo socialmente más desgraciada y físicamente más saludable. La mayoría de los lectores de este libro ya han padecido o padecerán estos problemas, bien cuando lo sean ellos. ¿Qué podemos hacer? Plantearé algunas propuestas a partir de mis observaciones personales, sin pretensiones de que vayan a resolver este enorme problema.

Una propuesta es otorgar una importancia renovada al papel tradicional de los ancianos como abuelos. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de las mujeres estadounidenses y europeas en edad reproductiva se quedaban en casa y cuidaban a sus hijos. En las últimas décadas, las jóvenes se han ido incorporando cada vez más a la población activa fuera de casa, motivadas por el interés, por necesidad económica o por ambas cosas. Ello plantea un problema de crianza que resulta familiar a muchos padres jóvenes. Aunque intentan echar mano a varias combinaciones de niñeras y guarderías, las dificultades con la fiabilidad y calidad de esos recursos son habituales.

Los abuelos ofrecen ventajas para resolver el problema de las niñeras que afrontan las parejas trabajadoras modernas. Muestran una gran motivación al cuidar de sus nietos, pues cuentan con la experiencia de haber criado a sus hijos, pueden brindar atención individual al niño, es improbable que lo dejen sin avisar con antelación para aceptar un empleo mejor, están dispuestos a trabajar sin salario y no suelen protestar por una paga o una prima. En mi círculo de amistades hay abuelos y abuelas jubilados pertenecientes a numerosos ámbitos profesionales –médicos, abogados, profesores, directivos de empresas, ingenieros y otros- a los que les encanta cuidar de sus nietos mientras sus hijas, hijos, yernos y nueras trabajan fuera de casa. Esos amigos longevos han adoptado un papel equivalente al de los abuelos !kung que se ocupan de sus nietos en el campamento, lo cual permite a sus hijos salir a cazar antílopes y recolectar mongongos. Es una situación en la que todos salen ganando: los abuelos, los padres y el niño. Pero debo añadir una advertencia: ahora que las parejas casadas suelen esperar hasta haber rebasado los 30 años o incluso la cuarentena para ser padres, los abuelos pueden tener alrededor de 80 años y haber perdido la energía necesaria para seguir el ritmo a un niño pequeño todo el día.
Una segunda sugerencia guarda relación con la ventaja que entraña el rápido cambio tecnológico y social. Aunque ese cambio tiende a convertir las habilidades de los ancianos en algo obsoleto en un sentido estricto, también otorga valor a su experiencia en un sentido más general, ya que esta abarca condiciones que difieren de las imperantes en la actualidad. Si se reproducen unas condiciones similares en el futuro, los adultos jóvenes de la actualidad carecerán de conocimiento personal para enfrentarse a ellas. Por el contrario, puede que quienes posean a experiencia más relevante sean los ancianos. Nuestros mayores son como la octogenaria de la isla de Rennell, cuyo conocimiento sobre qué frutos podían consumirse en una situación de hambruna pueden parecer inútiles y pintorescos hasta que azote el siguiente hungi kengi, momento en el cual solo ella sabrá cómo proceder.

De los innumerables ejemplos que ilustran el valor de los recuerdos de los ancianos, mencionaré dos anécdotas de mi propia experiencia. En primer lugar, el profesor que ejercía de tutor en mi universidad nació en 1902. Recuerdo que en 1956 me contó cómo era crecer en una ciudad en la que el transporte tirado por caballos estaba siendo sustituido por los vehículos a motor. En su momento, mi tutor y sus contemporáneos estaban encantados con el cambio, porque veían que los coches hacían de la ciudad un lugar mucho más limpio (¡!) y tranquilo (¡¡!!), ya que las heces y el chacoloteo de las herraduras contra el pavimento desaparecerían de las calles. Ahora que asociamos los vehículos a motor con la contaminación y el ruido, los recuerdos de mi tutor parecen absurdos, hasta que pensamos en el mensaje más general: el cambio tecnológico suele ocasionar problemas imprevistos además de los beneficios que se le presumen.

Mi otra anécdota se produjo cuando mi hijo Joshua, que entonces tenía 22 años, y yo descubrimos que nuestro compañero de cena en un hotel era un ex infante de marina de 86 años que el 20 de noviembre de 1943 había participado en el ataque estadounidense en las playas del atolón de Tarawa, en el sudoeste del océano Pacífico, contra una feroz resistencia japonesa y que estaba dispuesto a hablar de ello. En uno de los desembarcos anfibios más cruentos de la Segunda Guerra Mundial, en tres días y en un área de poco más de un kilómetro cuadrado, murieron 1.115 estadounidenses y, a excepción de 19, los 4.601 defensores japoneses. Nunca había oído un testimonio de primera mano de los horrores de Tarawa, y espero que Joshua jamás llegue a experimentarlos. Pero puede que él y su generación tomen mejores decisiones por nuestro país si han aprendido algo durante 65 años de los supervivientes de la última guerra mundial. Estas dos anécdotas ilustran por qué hay programas que reúnen a ancianos y estudiantes de secundaria para que estos escuchen y aprendan de gráficos relatos de acontecimientos de los cuales podrían extraer algunas lecciones.

Mi otra propuesta es comprender y utilizar los cambios en las fortalezas y debilidades de las personas cuando se hacen mayores. A riesgo de generalizar excesivamente sobre un tema amplio y complejo sin presentar pruebas que lo respalden, podríamos decir que algunos atributos útiles que suelen disminuir con la edad incluyen la ambición, el deseo de competir, la fuerza y la resistencia física, la capacidad para mantener la concentración mental y el poder razonar y resolver problemas circunscriptos (como la estructura del ADN y muchos problemas de matemática pura, que s mejor que aborden estudiosos menores de 40 años). Por su parte, los atributos útiles que suelen mejorar con la edad incluyen la experiencia en nuestro campo de especialización, comprender a las personas y las relaciones, la habilidad para ayudar a otros sin que el ego se interponga y una mayor capacidad de pensamiento interdisciplinar sintético para resolver problemas complejos en los que intervengan bases de datos polifacéticos (como el origen de las especies, distribuciones biogeográficas e historia comparada, que es mejor que traten estudiosos de más de 40 años). Esos cambios de fuerzas llevan a muchos trabajadores de edad avanzada a dedicar más esfuerzos a supervisar, administrar, asesorar, enseñar, pergeñar estrategias y sintetizar. Por ejemplo, mis amigos agricultores de más de 80 años invierten menos tiempo a lomos de un caballo o montados en un tractor y más en tomar decisiones estratégicas sobre su negocio; mis amigos abogados más longevos pasan menos tiempo en los tribunales y más orientados a homólogos jóvenes; y mis amigos cirujanos de edad más avanzada pasan menos tiempo practicando operaciones largas o complejas y más tiempo formando a médicos jóvenes.

El problema de la sociedad en su conjunto es utilizar a los ancianos para lo que cree que sirven y les gusta hacer en lugar de pedirles que sigan invirtiendo las jornadas semanales de 60 horas de los jóvenes trabajadores ambiciosos, o irse al extremo opuesto de imponer estúpidas políticas de jubilación obligatoria a una edad arbitraria (algo que, por desgracia, está muy extendido en Europa). El desafío para los mayores es ser introspectivos, darse cuenta de los problemas que están produciéndose en su interior y encontrar un trabajo que saque parido de los talentos que poseen en ese momento. Pensemos en dos ejemplos de grandes músicos, ambos personas honestas e introspectivas que hablaron abiertamente del tipo de música que podrían y no podrían componer en la vejez. Stefan Zweig, autor del libreto de una ópera de Richard Strauss, describía su primer encuentro, cuando el compositor tenía ya 67 años: “Strauss me reconoció con franqueza en la primera hora de nuestro encuentro que sabía muy bien que a los 70 años la inspiración musical de un compositor ya no posee su poder prístino. Difícilmente podía componer obras sinfónicas como “Till Eulenspiegel y Tod und Veklarung (sus obras maestras, compuestas cuando tenía entre 20 y 30 años), porque la música pura requiere un grado extremo de frescura creativa”. Pero Srauss explicó que aún se sentía inspirado por situaciones y palabras, que todavía podía ilustrar dramáticamente en forma de música, ya que le sugerían temas musicales de manera espontánea. Por el contrario, su última composición, finalizada cuando tenía 84 años y uno de sus mayores logros, fue “Cuatro últimas canciones para soprano y orquesta”, con una sutil atmósfera otoñal que anticipa la muerte, una orquestación rica pro sin ostentaciones y citas de la música que había creado 58 años antes. El compositor Giuseppe Verdi pretendía poner fin a su carrera musical con sus descomunales óperas “Don Carlos y Aida”, escritas respectivamente cuando tenía 54 y 58 años. Sin embargo, su editor lo convenció para que compusiera dos más, “Otelo, a los 74 años, y “Falstaff, a los 80, a menudo consideradas sus mejores obras, pero con un estilo mucho más condensado, económico y sutil que su música anterior.

Encontrar nuevas condiciones de vida para nuestros mayores y que sean apropiadas para el cambiante mundo moderno sigue siendo un gran desafío para nuestra sociedad. Muchas sociedades pasadas utilizaban mejor a sus ancianos y les procuraban una vida más satisfactoria que hoy. Sin duda, ahora podemos encontrar soluciones más adecuadas.

(Extracto del libro: “El Mundo hasta ayer”, de Jared Diamond, Premio Pulitzer 1988. 1ª edición – Editorial Debate, Buenos Aires, 2013)

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