¿QUIÉNES SOMOS? Por Nelson Jorge Mosco Castellano

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Los grandes debates políticos se erigen sobre una cuestión fundamental, ¿qué es la comunidad política, la de quiénes, y por qué motivos, se definen a sí mismos con el mismo denominador? Aunque los lindes de la comunidad política nunca han sido meridianos, sí se puede decir que la cuestión ha llegado a una situación de crisis y cuesta dar respuestas a esas interrogantes.

¿Quiénes somos? ¿Quiénes nos podemos considerar miembros de una comunidad? que es también personal ¿A qué comunidad pertenezco? ¿Qué soy?). Parecen preguntas desesperadas. Sólo plantearla provoca indignación en muchos, unos porque su respuesta debería estar clara, y otros porque la mera posibilidad de que haya otros les parece ofensiva.

Si hubiésemos preguntado a los griegos en la polis qué son, hubiesen dicho atenienses, espartanos, corintios, tebanos o milesios. Roma, con una perspectiva rural, no urbanista como la de las polis, concedió el status de ciudadanía a los pueblos que iba conquistando, a medida que se incorporaban a su cultura. Mientras que la polis es una comunidad ética y estaba formada por hombres con capacidad para participar en la dirección de lo común (política), los ciudadanos romanos eran propietarios de la cosa pública. Su ciudadanía era un concepto de cariz más jurídico.

El Estado ha monopolizado la cultura, minando el rol que tenía la Iglesia, y ha hecho lo mismo con el derecho, al que ha convertido en mera legislación. Actúa sobre el pueblo con un afán homogeneizador. De hecho, acaba sustituyendo el concepto particular, contingente, histórico, de “pueblo”, por el más abstracto de “sociedad”. El despotismo primero, por su voluntad de dirigir la sociedad desde el poder con el consejo de los intelectuales, y la Revolución Francesa después, ahondó en el desarrollo de la conciencia nacional, históricamente vinculada al desarrollo del poder del Estado. Ese poder total de la nación se ha reforzado con el papel que le hemos dado a la democracia no sólo como método para elegir un gobierno, sino como fuente de leyes y también como fuente de moral; de verdad, incluso. Desde allí nos llega la crisis de credibilidad del votante.

En el siglo XIX convivieron la globalización y el nacionalismo, los viajes masivos entre continentes, el libre movimiento dentro de Europa, y la ideología tribalista (tendencia a sentirse muy ligado al grupo de gente al que se pertenece, y a ignorar al resto de la sociedad) están inmersas en el desconcierto, la pérdida de referencias, intentando (sin conseguirlo) subsumir al individuo en una comunidad abstracta, ideológica, depositaria de todas las virtudes.

Polis, imperio, reino, nación… la comunidad política ha ido cambiando, pero es una categoría histórica que se ha mantenido hasta recientemente. Es difícil seguir el mecanismo destructor de una idea tan arraigada como esa. La globalización, por sí misma, no es una explicación suficiente. Ya hubo globalización a finales del XIX y comienzos del XX, en pleno auge del nacionalismo. Han cambiado los referentes. Ha cambiado el ámbito de discusión, que ahora es global. Y la identidad, que parece ser el gran tema de las últimas décadas, ha pasado de basarse en el territorio y en la historia a hacerlo en las ideas y en el presente, se ha hecho más abstracta a inaprensible. La cuestión ideológica ha sustituido a la nacional. Y esto tiene implicaciones de largo alcance.

El Estado se plantea como un poder inmanente, con una legitimidad que ya no parte tanto del proceso democrático, sino de la propia posición ideológica. El Estado se legitima porque se suma al esfuerzo global contra el cambio climático, porque regula el matrimonio entre personas del mismo sexo, porque define según el nuevo canon cuál es la relación que deben tener hombre y mujer. La democracia ya no legitima. Cuando los votantes rechazan esos cambios, pero se imponen de todas formas, la palabra pueblo se recicla en “populismo”; realidad democrática aceptada únicamente por la ideología predominante.

En Europa ese proceso de sustitución de legitimidades tiene un papel crucial. Sobre los Estados se ha erigido un nuevo Estado. Es un árbol sin raíces populares, cuyo sostén político son los gobiernos de los Estados miembros. La Unión Europea ni es democrática ni, en realidad, puede o desea serlo. Le falta un demos, un pueblo, una comunidad política propia. Necesita crear una ciudadanía europea, pero es prácticamente imposible. Ha encontrado una fuente de legitimidad muy conveniente en la ideología dominante, y en el manejo de la caja de estabilidad económica. No puede construir una ciudadanía europea si los ciudadanos siguen sintiéndose sobre todo parte de sus comunidades nacionales. Pesan las referencias culturales de la vieja Europa, la definición de lo que es ser francés, español, húngaro, austríaco… La inmigración masiva está revolucionando la identidad nacional, que lucha por no morir.

El liberalismo clásico se confunde con la caja de Pandora de los revolucionarios franceses, se desarrolla en la tradición anglosajona y se perfecciona en el proceso que se inicia con la declaración de independencia de los Estados Unidos, que no está basada en una nueva justificación del Estado, sino en la libertad individual y la ratificación del autogobierno como una extensión de la misma. No le asigna al Estado o a la nacionalidad trascendencia alguna. Jefferson habla de que todos los hombres nacen y permanecen libres, no solo los norteamericanos. 

Los nacionalismos se van constituyendo, como pasó con el llamado “socialismo del siglo XXI”, en un partido trasnacional. Eso es contradictorio con el nacional-socialismo anterior. No obstante, casi todo lo que queda del marxismo real es también nacionalista psicopático. Cuba, por ejemplo, exportó su sistema político a Venezuela como nacional-socialismo y no como estalinismo; y su discurso de victimización frente a Estados Unidos es básicamente ultranacionalista. Lo que los une no es el amor a los propios sino el odio a los extraños, la misma explicación del Estado totalitario: los límites del liberalismo clásico deben ser dejados de lado. Un nacionalismo que venera a Vladimir Putin, que es el que tiene más claro el juego estatista y expansivo del poder y del control policíaco de la población. Pero Putin también se asocia al chavismo y al castrismo en Cuba y a cualquier otro bandido que esté suelto por ahí. Putin sabe que todas esas ideologías, sea el marxismo o el ultranacionalismo, sirven para justificar al poder y su concentración y eso es todo lo que les importa. Las banderas son para los idiotas. La mitología de las clases es para los idiotas. La creencia en la corporalidad e identidad que se impone a través de la “cultura”, es para idiotas. La única realidad es el poder y sus armas. La amenaza del poder y sus armas es para los que piensan en términos de libertad individual, todos los demás son “amigos” potenciales.

La verdadera Identidad nacional se puede definir como el sentimiento subjetivo del individuo a pertenecer a una nación concreta, a una comunidad en la que existen diversos elementos que la cohesionan y la hacen única, como por ejemplo la lengua, la religión, la cultura, la tradición colectiva, etc.; elementos objetivos sobre los cuales se asienta el sentimiento de pertenencia a una comunidad nacional. Sentimiento de Patria que une positivamente, no de patrioterismo o conveniencia. Fuera de la utilización bastarda, la Identidad Nacional es de suma importancia. Nos hace sincronizarnos con nuestra nación, nos sube la autoestima, hace que valoremos cada mínimo aspecto de la patria que nos vio nacer, nos genera un reconocimiento sobre nuestra historia, nuestras tradiciones y culturas. Sobre todo, nos hace entendernos con quienes han cultivado en el tiempo esos mismos valores esenciales en la construcción de la sociedad. Y nos diferencia entre totalitarios y liberales.

En anteriores gobiernos nacionales se ha intentado convertir en estacionamiento el Mausoleo del general José Artigas y encerrar sus cenizas lejos de la vista del público. Se han corrido fechas conmemorativas de nuestros hitos por la independencia para disfrute turístico. Se eligió a cualquier mandadero para repetir aburridos panfletos, que debieron exaltar la liturgia de rigor que reclama toda República que se precie. Pocas cosas de la semiótica fundacional nos pueden unir más. Cuando el sentimiento iconoclasta se impuso contra la tradición, donde la gente se ponía de pie para cantar el Himno Nacional en los espectáculos conmemorativos de fechas nacionales, y niños y adultos se engalanaban con escarapelas azules y blancas un 18 de Julio o un 25 de Agosto, los que añoraban la imaginería patriótica del país que se intentó hacer desaparecer bajo el disfraz del Pato Celeste, y los que provenían del desprecio por el viejo país liberal, que a pesar de todo, fue el que les permitió ser iconoclastas, bien pronto se aferraron al nuevo símbolo del “paisito” y de…el camino es la recompensa. Imagen intangible de una sección de la comunidad que desprecia la meritocracia, que gobernó el país profundizando la grieta social, económica y política, y que continúa frenándolo, hundidos en el lodo de la envidia pretextada por la ideología, y en el eterno pesimismo de la minusvalía nacional. Concebida como instrumento de homogeneización cultural, la reforma de la educación, promovida por José Pedro Varela, dio un gran impulso a la modernización del Uruguay. Las escuelas sirvieron para difundir valores y conocimientos necesarios para que el país ingresara en el mundo moderno, generando cohesión en una sociedad que comenzaba a concebirse en términos nacionales. Durante el primer tercio del siglo veinte, el Uruguay fundaría una sociedad moderna y plural sostenida por una política pública de equidad social, asociada con el modelo del Estado de bienestar, que se inaugurará en Europa tres décadas más tarde. El Uruguay de la segunda posguerra vive el período optimista que, durante la década del cincuenta, consolida la leyenda de la Suiza americana, una nación de ciudadanos ilustrados, de clase media, prestigiada por estar siempre dispuesta a la negociación en busca del consenso. Durante los años siguientes la vivencia colectiva de la crisis de identidad del Uruguay se profundizó a medida que se van resquebrajando las «certidumbres colectivas» en el pantano del relativismo.

Si miramos a lo largo de la historia, se han hecho progresos, pero a menudo después de un conflicto prolongado y terrible. Henry Kissinger respondió sobre el futuro: “Exactamente. Después de las Guerras Napoleónicas, después de la Guerra de los Treinta Años, después de la Segunda Guerra Mundial, en la construcción de Europa. Pero luego, cuando se volvió global, nuevos factores lo complicaron, y luego las personas que habían hecho un trabajo maravilloso en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial quedaron demasiado absortas en los problemas inmediatos. Así que se ha avanzado. Creo que es posible que puedas crear un orden mundial sobre la base de reglas a las que podrían unirse Europa, China e India, y eso ya es una buena parte de la humanidad. Entonces, si se observa la practicidad de esto, puede terminar bien, o al menos puede terminar sin una catástrofe, y podemos avanzar a través de él. Pero requerirá visión y dedicación”. Esto implica la necesidad urgente de definir la Identidad Nacional para coincidir en los valores universales que nos engloben.

La sociedad uruguaya, como producto de la situación social que está viviendo con altos índices de pobreza, niños de estratos sociales deprimidos dejan de tener interés en la educación, jóvenes que adquieren valores de la calle y de los medios de comunicación mercado-técnicos. La familia uniparental, la deficiente educación y la comunicación consumista y relativista, están suscitando cambios en las pautas culturales, lo que genera el surgimiento de subculturas, como la de los “planchas”, denominación derivada de la plancha de la cárcel. Se identifican con la cumbia villera, tienen su propio lunfardo, se tiñen el pelo con agua oxigenada, y se visten con ropa Nike (falsificada). Esta subcultura, integrada al carnaval se impone como “cultura popular” global, tomando poder en nuestra sociedad, formando una nueva identidad, que cancela toda la identidad cultural que vinimos construyendo. La necesidad de una identidad nacional definida, exige reconocer que nos unen valores innegociables: la libertad individual para realizar un proyecto de vida, la responsabilidad solidaria con una sociedad que sintamos también nuestra. Superar con hechos concretos una etapa de crisis política nefasta que propone parches de redistribución sin atacar las causas de la división entre ellos y nosotros. Si tuviéramos una formación identitaria realmente colectiva no estaríamos en este proceso desgarrador, y podríamos saber en realidad quiénes somos todos los uruguayos. Nos permitiría tener claro con quienes queremos agruparnos en este mundo de guerras económicas, bloques violentamente enfrentados, un cambio cultural radical por multiplicación de innovación tecnológica. Un interregno fatal al que llegamos desnudos de valores que creímos intangibles y debimos trasmitir, enfrentados a los de ese mundo mecánico, frenético y turbulento que legaremos a nuestra descendencia.

La cuestión es que cuando volvamos a preguntarnos ¿QUIÉNES SOMOS? Podamos dar una respuesta coherente con el destino que hemos elegido conscientemente, individualmente, y en colectivo.

Y no, por ignorar la respuesta a esa pregunta, que alguien nos imponga a sangre y fuego su concepción supra nacional.

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