Secuelas educativas de la pandemia

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Por: Pablo Romero

La pandemia que estamos atravesando ha dejado al desnudo, ha explicitado aún más, las brechas de desigualdad existentes. El binomio virtualidad/presencialidad en relación a los modos en que el campo educativo afronta este panorama, vuelve a posicionar fuertemente el debate sobre las formas de reproducir desigualdades que se generan en el sistema educativo. En primera instancia, nos ha dejado en claro que existen problemas que van más allá del acceder a la conectividad, que es el primer escollo a salvar y que en Uruguay no ha representado un problema central, aunque se hayan presentado aisladas situaciones adversas. No solo necesitamos tener una computadora o un celular y una conexión adecuada, sino que hay otros asuntos fundamentales, ya sea el de los problemas asociados al déficit cultural que afecta a muchos de nuestros jóvenes, ya sea, entre otros, el de la organización del trabajo escolar en una casa, el de tener un tiempo y un espacio adecuado en donde los estudiantes puedan realizar sus tareas y, por supuesto, el de poder contar con la necesaria mediación intelectual del entorno familiar, del mundo adulto, otro aspecto escasamente presente en muchos hogares de nuestros estudiantes.

Lo cierto es que muchos de nuestros estudiantes, particularmente los del ciclo básico y, sobre todo, los ubicados en los quintiles socioeconómicos y culturales más bajos, presentan grandes dificultades para desempeñarse en términos escolares por fuera de las paredes de la institución escolar. Y esto ha exacerbado la diferencia entre lo privado y lo público y, dentro de lo público, entre los sectores más vulnerables respecto de aquellos considerados más favorecidos, afectándose negativamente durante estos meses las brechas ya existentes. Justamente, visto el panorama, a sabiendas del costo educativo que la situación representa, las autoridades de la ANEP han solicitado permanentemente a las máximas jerarquías del gobierno el regreso paulatino a la presencialidad, algo que efectivamente comenzó a darse desde mayo en el ámbito de primaria (y que, todo parece indicar, abarcaría a la educación secundaria a partir de julio).

Ciertamente, es una situación que nos interpela, más allá de la coyuntura y del lento regreso a las aulas. En el marco de la llamada sociedad del conocimiento, son muchos los que están quedando al margen, los que están quedando excluidos. No podemos pensar, como ya se ha planteado, en un formato de educación híbrida, alternando lo presencial y lo virtual, si no se atienden las condiciones previas que limitan negativamente a nuestros alumnos (y a nuestro sistema educativo en su conjunto). Podría resultar en un nuevo modo de profundizar las diferencias sociales, afectando claramente a aquellos estudiantes de niveles más bajos, con condicionamientos sociales y culturales previos muy marcados, cuestión que, en estos meses de pandemia con migración pedagógica a la virtualidad, ha quedado demostrado que efectivamente sucede.

Cómo acercar a aquellos que están por debajo del nivel que se requiere para sacarle el debido provecho a la virtualidad -más allá de tener todas las herramientas tecnológicas con las que contamos y las posibilidades materiales de acceso a internet y a plataformas educativas- es nuestra principal preocupación, porque el problema de fondo sigue siendo cultural. Y remite, por lo tanto, a uno de los papeles claves que cumple el sistema educativo. Y coloca en escena el problema de exclusión que tenemos.

¿Qué podemos hacer para cambiar este panorama? Hay una visión de la educación como el centro del cambio y lo cierto es que tenemos un rol importante por jugar, pero no somos omnipotentes y estamos siempre condicionados por diversas situaciones sociales que nos exceden. En tal sentido, por ejemplo, es sustancial contar con el apoyo de políticas sociales, de políticas culturales, para que cuando nuestros alumnos ingresen al aula lo hagan estando preparados para trabajar específicamente en relación a los contenidos pedagógicos. Necesitamos el apoyo de otros actores, comenzando por contar con equipos multidisciplinarios que trabajen fuertemente en los territorios, con las familias. El primer lugar de construcción de lo educativo son los núcleos familiares.

Luego, trabajar sobre nuestra formación como educadores es vital en relación a la posibilidad de aportar en aras de lograr un cambio deseable. Hay dos puntos sobre los que quisiera discurrir en relación a la profesionalización de nuestra labor. Uno es el de la formación permanente. Debemos generar políticas para que los educadores una vez que egresen de sus institutos formativos tengan objetivos, motivaciones y canales para continuar con su formación intelectual. En muchos casos, hasta por la gran cantidad de horas que algunos docentes tienen para poder alcanzar un salario que les permita vivir sin penurias, no cuentan con disponibilidad de tiempos (ni de energías) para seguir formándose.

Deben ponerse en práctica políticas que modifiquen este panorama, que habiliten las condiciones necesarias para que los educadores accedan, por ejemplo, a posgrados, contemplando incluso los apoyos económicos que se requieran. Esta cuestión es muy importante, pues los docentes debemos concebirnos y formarnos como profesionales actualizados en relación a nuestro campo de estudio y como intelectuales que participamos activamente en la esfera pública.

Esto se relaciona con la necesidad de contar con docentes formados sólidamente en el terreno de la investigación. En cuanto a este segundo punto, en Uruguay tenemos otra característica peculiar: la formación docente está separada, desde casi mediados del siglo XX, de la universidad, lo cual a lo largo del tiempo ha repercutido en la falta de líneas de investigación de la mayoría de nuestros docentes de educación primaria y secundaria. Esto no puede seguir sucediendo. El educador debe concebirse, desde su inicial trayecto estudiantil, como un investigador en formación permanente, afrontando los constantes desafíos que tenemos en este vertiginoso siglo XXI.

Si la labor educativa requiere de profesionales posicionados como trabajadores culturales en procura de transformar la sociedad -en el sentido de aportar un grano de arena para mejorar las condiciones culturales y sociales de nuestros jóvenes, de generar sujetos reflexivos, autónomos, con bases culturales sólidas, capaces de tener mejores oportunidades, nuestra formación es un elemento decisivo. Y supone una responsabilidad profesional, un imperativo ético ineludible. Formación sólida y en permanente construcción. Generar las mejores condiciones posibles al respecto, insisto, es parte de lo que desde el ámbito político debe brindarse.

Y esto en un mundo esencialmente cambiante, con alumnos definidos por un clima de época marcado por las nuevas tecnologías y características (incluso en alguna medida asociada a ese uso de las TICs) de inmediatez, hiperactividad, falta de concentración, código lingüístico restringido (que también limita posibilidades laborales), lectura y escritura de corto alcance, búsqueda de información sin criterio adecuado (aspecto asociado a la intoxicación que ya comenzamos a padecer por la saturación de información disponible), entre otros elementos que hacen más que necesario contar con educadores preparados para afrontar de la mejor manera posible tales desafíos.

La mediación intelectual en el marco de la era digital (y pandémica) es, más que nunca, prioritaria. Lo es la tarea del docente, de la familia, del político, de los medios de comunicación (que también enseñan y educan), de los gestores culturales y, en todo caso, es fundamental reivindicar el papel mediador de las humanidades y, en particular, de la filosofía. El aporte que realiza en el campo argumentativo (un gran déficit que tenemos), en la reflexión ética (abriendo, entre otros puntos, el debate sobre los valores deseables de circular en una comunidad), en dotar de perspectivas de procesos de largo alcance (justamente en el marco de un mundo que pregona la inmediatez), incluso en brindar la necesaria flexibilidad intelectual para desempeñarnos en cualquier campo profesional, en cualquier oficio o ámbito laboral, forma parte de algunas de las virtudes que nos aporta (y todo lo cual redunda en la mejor formación de nuestros ciudadanos, o sea, en elevar nuestra calidad democrática, en el mejoramiento de la vida en común).

Las generaciones que estamos formando son las que nos van a sustituir y las que instalarán los futuros debates públicos. Es vital apostar a formar jóvenes con sólida capacidad en términos reflexivos, con autonomía intelectual, de manera tal que fortalezcan nuestras prácticas democráticas. Las humanidades son propedéuticas en tal proceso. El rol que juegan en este marco, en esta coyuntura acuciante, es primordial.

El desafío queda planteado. Y el particular momento que estamos atravesando nos exige colectivamente. Las secuelas de la pandemia serán importantes en términos de la calidad y la brecha educativa. Ya estamos percibiendo los primeros síntomas, que no son visibles ni materializables como una secuela biológica, pero que dejan una huella y un daño social profundo. Revertir tal situación es la principal tarea comunitaria que, desde ya, nos convoca.

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