LA AGONÍA DE NUESTRA CIVILIZACIÓN…

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Por el Dr. Nelson Jorge Mosco Castellano

El 8 de junio de 1978 Aleksandr Solzhenitsyn dio un discurso magistral en la Universidad de Harvard que me permito recomendar su lectura íntegra, porque la expresión global es una obra maestra que explica la declinación y el entierro de la civilización occidental, anticipados por quien vivió sojuzgado toda su vida por el totalitarismo soviético:

“La merma de coraje puede ser la característica más sobresaliente que un observador imparcial nota en Occidente en nuestros días. El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje, tanto global como individualmente, en cada país, en cada gobierno, cada partido político y por supuesto en las Naciones Unidas. Tal descenso de la valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la sociedad. Desde luego, existen muchos individuos valientes, pero no tienen suficiente influencia en la vida pública. Burócratas, políticos e intelectuales muestran esta depresión, esta pasividad y esta perplejidad en sus acciones, en sus declaraciones y más aún en sus autojustificaciones tendientes a demostrar cuán realista, razonable, inteligente y hasta moralmente justificable resulta fundamentar políticas de Estado sobre la debilidad y la cobardía. ¿Habrá que señalar que, desde la más remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada siempre como el principio del fin? Cuando se formaron los Estados occidentales modernos, se proclamó como principio fundamental que los gobiernos están para servir al hombre y que éste vive para ser libre y alcanzar la felicidad. (Véase, por ejemplo, la Declaración de Independencia norteamericana). Ahora, por fin, durante las últimas décadas, el progreso tecnológico y social ha permitido la realización de esas aspiraciones: el Estado de Bienestar. Cada ciudadano tiene garantizada la deseada libertad y los bienes materiales en tal cantidad y calidad como para garantizar en teoría el alcance de la felicidad, en el sentido moralmente inferior en que ha sido entendida durante estas últimas décadas. En el proceso, sin embargo, ha sido pasado por alto un detalle psicológico: el constante deseo de poseer cada vez más cosas y un nivel de vida cada vez más alto, con la obsesión que esto implica, ha impreso en muchos rostros occidentales rasgos de ansiedad y hasta de depresión, aunque sea habitual ocultar cuidadosamente estos sentimientos. Esta tensa y activa competencia ha venido a dominar todo el pensamiento humano y no abre, en lo más mínimo, el camino hacia el libre desarrollo espiritual. He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la legal tampoco es completamente digna del hombre. Pero una sociedad basada sobre los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la oportunidad de aprovechar a pleno todo el rango completo de las posibilidades humanas. Un código legal es algo demasiado frío y formal como para poder tener una influencia beneficiosa sobre la sociedad. Siempre que el fino tejido de la vida se teje de relaciones juridicistas, se crea una atmósfera de mediocridad moral, que paraliza los impulsos más nobles del hombre. Y será simplemente imposible enfrentar los conflictos de este amenazante siglo con tan sólo el respaldo de una estructura legalista. La sociedad occidental actual nos ha hecho ver la diferencia que hay entre una libertad para las buenas acciones y la libertad para las malas. Un estadista que quiera lograr algo importante y altamente constructivo para su país está obligado a moverse con mucha cautela y hasta con timidez. Miles de apresurados (e irresponsables) críticos estarán pendientes de él. Constantemente será desairado por el parlamento y por la prensa. Tendrá que demostrar que cada uno de sus pasos está bien fundamentado y es absolutamente impecable. El resultado final es que una gran persona, auténticamente extraordinaria, no tiene ninguna posibilidad de imponerse. Se le pondrán docenas de trampas desde el mismo inicio. Y de esta manera la mediocridad. En todas partes es posible, y hasta fácil, socavar el poder administrativo. De hecho, este poder ha sido drásticamente debilitado en todos los países occidentales. La defensa de los derechos individuales ha alcanzado tales extremos que deja a la sociedad totalmente indefensa contra ciertos individuos. Es hora, en Occidente, de defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas. Por el otro lado, a la libertad destructiva e irresponsable se le ha concedido un espacio ilimitado. La sociedad ha demostrado tener escasas defensas contra el abismo de la decadencia humana. Está casi universalmente aceptado que Occidente le muestra al resto del mundo el camino hacia el desarrollo económico exitoso, aun cuando en los últimos años ha sido perturbado fuertemente por una caótica inflación. Con todo, muchas personas que viven en Occidente están insatisfechas con su propia sociedad. La desprecian o la acusan de no estar ya al nivel de lo que requiere la madurez de la humanidad. Y esto empuja a muchos a inclinarse por el socialismo, lo cual es una falsa y peligrosa tendencia. Espero que ninguno de los presentes sospechara que expreso mi crítica parcial al sistema occidental a fin de sugerir al socialismo como una alternativa. No. Con la experiencia que tengo de un país en dónde el socialismo ha sido instituido, no hablaré de una alternativa así. Pero si alguien me preguntara, en cambio, si yo propondría a Occidente, tal como es en la actualidad, como modelo para mi país, francamente respondería en forma negativa. No. No recomendaría vuestra sociedad como un ideal para la transformación de la nuestra. A través de profundos sufrimientos, las personas en nuestro país han tenido un desarrollo espiritual de tal intensidad que el sistema occidental, en su presente estado de agotamiento, ya no aparece como atractivo. Incluso las características de vuestra vida que acabo de enumerar resultan extremadamente entristecedoras. Un hecho que no puede ser cuestionado es el debilitamiento de la personalidad humana en Occidente mientras que en el Este esa personalidad se ha vuelto más firme y más fuerte. Seis décadas para nuestra gente y tres décadas para la de Europa Oriental; durante todo este tiempo hemos pasado por un entrenamiento espiritual que aventaja, de lejos, a lo experimentado por Occidente. La compleja y mortal presión de la vida cotidiana ha producido personalidades más fuertes, más profundas y más interesantes que las generadas por el bienestar estandarizado de Occidente. Por lo tanto, si nuestra sociedad hubiese de ser transformada en la vuestra, ello significaría una mejora en determinados aspectos, pero también un empeoramiento en algunos puntos particularmente significativos. Por supuesto, una sociedad no puede permanecer indefinidamente en un abismo de arbitrariedad legal como es el caso en nuestro país. Pero también le resultará denigrante elegir la automática suavidad legalista, como es vuestro caso. Después de décadas de sufrimiento, violencia y opresión, el alma humana anhela cosas más altas, más cálidas y más puras que las ofrecidas por los hábitos de convivencia masiva introducidos por la invasión repugnante de la publicidad, el aturdimiento televisivo y la música insoportable. Hay advertencias significativas de la historia para una sociedad amenazada de muerte. Tal es, por ejemplo, la decadencia del arte, o la carencia de grandes estadistas. Hay otras advertencias abiertas y evidentes, también. El centro de su democracia y de su cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienzan a saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano. Pero la lucha por nuestro planeta, en lo físico y en lo espiritual, esa lucha de proporciones cósmicas no es una vaga cuestión del futuro. Ya ha comenzado. Las fuerzas del mal ya han lanzado su ofensiva decisiva. Podríais sentir su presión, pero vuestros monitores y vuestras publicaciones todavía están llenos de las obligatorias sonrisas y de los brindis con los vasos en alto. ¿A qué viene tanta alegría? Ningún arma, no importa cuál sea su poder, pueden ayudar a Occidente mientras no supere la pérdida de su fuerza de voluntad. En un estado de la debilidad psicológica, las armas se convierten en una carga para el lado de quienes capitulan. Para defenderse, uno debe también estar preparado para morir; esta preparación escasea en una sociedad educada en el culto del bienestar material”.

Decía Gilbert Keith Chesterton que “Para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar “derechos” a sus anhelos personales, y “abusos” a los derechos a los derechos de los demás”.

Entonces, ¿qué hay en la naturaleza del ser humano que lo conduce a aceptar la corrupción como sistema de vida?

Cuando una sociedad llega al extremo de sucumbir a la utopía de creer que va a vivir mejor abusando de otros por intermedio de quienes gobiernen, esa sociedad está condenada a corromperse y corromper a quienes intenten vivir en ese sistema.

América Latina se ha transformado en Latinoamérica.

Gobernantes pusilánimes no saben poner los límites para una convivencia integrada; mientras se encaraman en el poder personajes incapaces que no tienen intención de solucionar ninguna de las necesidades urgentes que se fueron acumulando por incapacidad, necedad, y creciente corrupción tolerada.

Elegir a quienes corrompen a la sociedad frustra el crecimiento económico y social, hace estéril el esfuerzo y el mérito por mejorar legítimamente, las ganas de superarse por el trabajo, divide a la sociedad entre los que no tienen en su horizonte una vida mínimamente digna y los que se van degradando a la misma miseria. Los que ven sus derechos abusados sin castigo; mientras soportan a quienes soliviantan a los desesperados y desencantados, que entregan su alma pidiendo ya la utopía de una vida soportable.

Al capitalismo se le viene achacando de todo, pero sobre todo se critica que es intrínseco al sistema someter a la población a crisis periódicas y a una “desigual” distribución de riqueza o renta.

Cabe recordar que el malogrado Nikolai Kondratiev, quien sugirió que existían ciclos (u ondas) económicos largos inherentes al sistema capitalista, fue deportado a Siberia porque su teoría “cíclica” no predecía el fin del capitalismo como paso previo y necesario al triunfo de la dictadura del proletariado. Igual que había crisis, había lógicamente recuperación y auge. Y esto de forma recurrente y continua ad infinitum. Tamaña herejía no era admisible. Es lo que tienen los regímenes de terror. Mejor no pensar, y menos en voz alta.

El húngaro János Kornai, profesor de Harvard de Economía Socialista, analiza empíricamente el desempeño económico de los países socialistas en términos de crecimiento, progreso tecnológico e innovación.

Concluye no sólo que las economías libres tienen una capacidad de creación de riqueza y progreso tecnológico muy superior a los sistemas planificados. Muestra que los resultados de la planificación son nefastos a varios niveles: desabastecimiento; mercados financieros y de capitales inexistentes (e incapaces por tanto de financiar nuevos proyectos); errores empresariales socializados entre todos los ciudadanos; falta de oportunidades de experimentación para jóvenes emprendedores con ideas frescas; incentivos entre los agentes (burócratas y empresas establecidas) que contribuyen a limitar, de facto, la innovación con la aparición de grupos de presión que se protegen ante cualquier disrupción externa que les pueda sacar del mercado; despilfarro, ineficiencia y pérdida de bienestar social.

            No necesitamos más «Kondratievs» ni “Solzhenitsyns” deportados y silenciados, no necesitamos ningún «pensamiento único» en ningún campo. Pero tenemos que reconocer la agonía de nuestra civilización occidental libre, justa y humana. A vista y paciencia sociedades pauperizadas que cuentan con territorios ricos se entregan, otra vez, a utopías socialistas probadamente fracasadas, que inexorablemente terminan en totalitarismos. O a ineptos antisistema que aprovechan las mismas miserias populistas: la inoperante falta de decisión, convicción y fuerza en respaldo del bien y condena del mal.

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