REQUIEM A LA DEMOCRACIA…

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Por el Dr. Nelson Jorge Mosco Castellano

La Alemania nazi quizás sea el ejemplo más claro de cómo una ideología totalitaria logra alcanzar el poder utilizando las fisuras legales y la permisibilidad, que le proporciona una democracia parlamentaria con un Estado de Derecho deficientemente desarrollado. Adolf Hitler fue elegido Führer del Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo en 1921. El radicalismo de la ideología nazi se reflejaba en sus discursos demagógicos, en su estrategia de desacreditación de la tradición judeocristiana para imponer su escala de valores nihilista y contraria al arraigo de la sociedad civilizada, en el adoctrinamiento de la juventud, y en una organización paramilitar que aterrorizaba a sus enemigos políticos y a la población contraria al movimiento nacional-socialista. Ante la inacción del sistema judicial y del gobierno democrático, tan sólo dos años más tarde Hitler lideró un intento de golpe de Estado fallido denominado el Putsch de la Cervecería. Fue sentenciado a cuatro años de cárcel, permaneciendo sólo ocho meses, indultado por la falta de perspectiva y la debilidad de los políticos demócratas de la época, que no afrontaron con coraje, inteligencia y firmeza el desafío de un movimiento totalitario. A pesar del constante amedrentamiento de las instituciones y de su intentona golpista, se presentó a las sucesivas elecciones democráticas. Con la profunda crisis económica de 1929, la demagogia y la propaganda del partido nacional socialista, prendieron en una mayoría del pueblo  con promesas de pleno empleo, riqueza y poder, que permitieron incrementar su presencia en el Reichstag. En el año 1933 ganó las elecciones; y con Adolf Hitler ya instalado en el poder, se impusieron continuos cambios legislativos que transfirieron el control del poder judicial al partido nazi, reemplazar los sindicatos por el Frente de Trabajo nazi, cerrar los medios de comunicación opuestos al régimen y, finalmente, prohibir otras formaciones políticas. Se comenzó a planificar centralmente la economía y se orientó la producción hacia la industria militar para constituir un poderoso ejército. El inicio de la Segunda Guerra Mundial en el año 1939 fue el desenlace de la anunciada muerte de la democracia, previsible ante la falta de respuesta de las democracias parlamentarias ante la involución sociocultural que se producía en Alemania. Sin duda, las democracias occidentales debieron actuar antes en cuanto tuvieron noticia de las serias amenazas sobre las instituciones que permiten la sociedad civilizada como el respeto por la vida, la libertad, la igualdad ante la ley y la propiedad. El ejemplo de Alemania pone de manifiesto cómo las fisuras democráticas, la debilidad de los sistemas judiciales infiltrados o amedrentados, y la ineficiente dispersión pluralista del poder permite que los demagogos populistas se aprovechen, para subvertir el orden constitucional e imponer una dictadura liberticida. Algo similar ha sucedido en Cuba, Venezuela, Nicaragua; y se difumina a otras sociedades latinoamericanas, que aprovechando la declinación de quienes tienen la custodia de la democracia, entregan mansamente a sus pueblos a la utopía socialista, rumbo a dictaduras mafiosas. Hugo Chávez también protagonizó un golpe de Estado fallido en el año 1992, por el que fue procesado y permaneció encarcelado durante dos años. Fue; inexplicablemente, indultado por Rafael Caldera, ignorando la dimensión del desafío totalitario que evitó combatir. El golpista Chávez pudo presentarse  y ganar las elecciones en el año 1999. Desde entonces, Venezuela padece la destrucción de su democracia. Apuntalados por la “inteligencia” cubana que Castro preparó para destruir la resistencia, tomaron por asalto a las empresas productivas, a grupos sociales, medran con el Estado, y extendieron la financiación del narcoterrorismo por Centro y Sudamérica. El discurso “bolivariano” está incendiando el continente con subvenciones a partidos políticos que promueven el odio como herramienta de fraccionamiento, promueven reclamos sociales inabarcables, frenando la producción de recursos, y la demagogia populista, para alcanzar el poder. Casualmente, al modo paramilitar nazi, existen organizaciones de base denominadas “círculos bolivarianos” que se dedican a la propaganda, controlan a los ciudadanos, ayudan a amañar los procesos electorales, y contribuyen al amedrentamiento de los opositores al régimen. Camino de servidumbre por el que transitan otras democracias con dirigentes serviles o renuentes a exponer decididamente los desafíos que plantean, a sindicatos en lucha contra la economía nacional, a organizaciones terroristas que planifican acciones antidemocráticas, y partidos políticos disgregados que requieren transacciones populistas. Pobreza y más pobreza, debido al grave intervencionismo “revolucionario” que frena el desarrollo al destrozar las libertades, la propiedad privada, el tejido productivo y, en general, la libre interacción del trabajo entre personas. Parece una locura, algo incongruente y absurdo, un tremendo caso clínico de desorden mental pero, lamentablemente, la realidad supera a la ficción: nos deslizamos desde la democracia a la colectivización de nuestra sociedad. La democracia funciona bajo los conceptos de tolerancia y respeto al Estado de derecho, institución que garantiza el cumplimiento de la ley, pero algunos participantes del quehacer político que llegan al poder, tienen una tendencia rupturista de la democracia. Así, como en una democracia coexisten diferentes realidades, también los límites están dados para todos los participantes, sin excepción. Estos límites al poder, que algunos no comprenden por conveniencia, permiten su propia subsistencia. Sin ellos no hay cabida para la libertad y sin ella es imposible la democracia. El modelo rupturista radical es el que defiende el comunismo cuando habla de la “democracia diferente”, o “democracia popular”. La formación del mundo que formatea a sus militantes, no les permite ser democráticos. Su posición irreductible es, forzar el debate alrededor de lógica contraria a la democracia, la igualdad ante la ley, y el constitucionalismo anti republicano. No puede permitirse que asuman una supuesta superioridad moral que coloca a sus antagonistas como enemigos de su pueblo. Tampoco asumir como indiscutibles sus consignas disolventes, ni que se victimicen frente a la decisión democrática, condenando toda acción gubernativa que implique cambio de su intransigencia confrontación de la dirección económica y social. No son verdaderos representantes de los más desfavorecidos, aunque asuman  tal disfraz político. Si lo fueran, no necesitarían una poderosa infiltración cultural y propagandística, que justifique hasta los delitos de sus militantes. En tiempos de crisis, que exige orden en el gasto público y reformas estructurales frente al paradigma del permanente cambio tecnológico, y con él de costos productivos para competir, el mensaje radical intransigente al cambio, es un remedio engañoso para sociedades frustradas, un terreno abonado para los totalitarios. Esos que confunden deliberadamente democracia con Estado; promesas milagrosas de que con ella se debe comer, curar y educar. Esos que desde el gobierno frustran por incapaces y corruptos, y desde la oposición pretenden soluciones inmediatas reñidas con la realidad de recursos, independientes en absoluto de la democracia. Muchos observadores de tantas acciones políticas frustrantes, hablan del fin del capitalismo, del trabajo, de occidente, del fin de determinado concepto de libertad, relativizándolo. Sin embargo, lo que está llegando a su término, o terminó ya, es la democracia tal como la concibieron los amantes de la única libertad. Esa organización social evolutiva, imperfecta, anti totalitaria, que distribuye el poder etático para contrabalancear instituciones. La sistemática social que indujo el crecimiento exponencial del mundo libre en los últimos 200 años, disminuyendo sustancialmente la pobreza. Si bien muchas ideologías, prácticas, abusos, guerras, locuras, dictaduras, ocios, intereses, perversiones y ambiciones se encargaron de atacarla, tratar de limitarla, eludirla o eliminarla, la esencia, el espíritu encerrado en ese concepto fue hasta hace poco la garantía básica que cualquier individuo esperaba de la sociedad, tanto para vivir seguro, como para emprender, trabajar, ascender socialmente. La democracia contiene, desde su teoría y desde sus orígenes, principios que no se pueden dejar de aplicar a riesgo de tomar su  nombre en vano. La democracia busca evitar el gobierno del malón, de la imposición, de la masa, de la calle, del grito, de la imposición por la violencia. También la democracia contiene otra suposición-compromiso: si todos han de ser iguales en oportunidades de base, debe haber al menos un mínimo de educación en valores, que una sociedad se compromete a brindar y un ciudadano se obliga a recibir para poder participar de sus decisiones políticas. La exclusión de responsabilidades del ciudadano que se advierte en prácticamente todos los países no garantiza el bienestar de nadie. Excluirse de participar en la acción política, votar, o resignarse a anular el voto, garantiza la pobreza y hasta la miseria general en poco tiempo.

La democracia se corporiza en republicanismo. Tener un sistema de poderes que se controlen entre ellos, un sistema de justicia que no dependa de los partidos o del votante, que puede ser fácilmente engañado usando o canalizando su indignación, su odio, su miedo, su envidia, o su fanatismo. El pacto democrático también incluye la calidad intelectual, técnica, moral y ética de los políticos que llegan a un cargo, o son electos para una minoría colaborativa. La ideología neo marxista (post debacle del socialismo de la URSS) trató siempre de bastardear, condicionar el concepto de democracia, de transformarlo en asamblea popular, o en un partido único.

Se plantea que “la culpa es de la gente, que elige mal”. Seguramente, luego de tantos odios, miedos, desconfianzas, envidias, deseducación e indignación sembrados, de tantos subsidios, dádivas, planes, relatos, inflaciones, y reformas postergadas, de cosas que van mal, la sociedad no está dispuesta ni preparada para elegir bien; más bien descarta, elige al menos malo. Tiene razones para no creer en el sistema, cuando en realidad son quienes los representan los que habitualmente la defraudan. La democracia encarnada en un político, un sindicalista, un presidente inepto, una empresa pública fundida, una educación que desfallece, una oportunidad laboral frustrada o frustrante. Todos desastres que le cargan en el lomo del elector, una inflación eterna, una burocracia pública que se asume una casta superior, que ahoga proyectos y frustra vidas. Ejemplos cercanos abundan: Chile, el electo presidente -un comunista que llevó al levantamiento violento, quemando el centro de Santiago- a punto de aprobar una constitución que hará pedazos la democracia, con más de un 60% de desaprobación en tres meses de gestión. Nicaragua, un dictador- presidente electo casualmente por el “90%” de los votos, autor de una elegía a la pobreza y al totalitarismo chabacano. Perú, un presidente que se esconde bajo el particular sombrero con el que duerme, higieniza su gabinete modificándolo mensualmente. Colombia, en una disyuntiva electoral entre un ex terrorista (orgulloso de sus desmanes) y un veterano crítico de la corrupción, cuya política económica pasa por suprimir autos y aviones del presidente, cerrar embajadas y reabrir la de Venezuela, prestos para asociarse a Maduro en su cruzada de vasallaje, pobreza, procreación de expatriados, y dictadura. Argentina, se debate ascendiendo al 100% de inflación, pendiente del divorcio de la multi-procesada vicepresidente y su putativamente designado presidente. O toda Europa, metida en una guerra por un espía marxista-zarista, para la que sus depreciados liderazgos crearon todas las condiciones para quedar de rehenes energéticos, y ofrendar a sus pueblos el dolor de una nueva conflagración. Faltan liderazgos verdaderamente apoyados en la verdad expuesta con crudeza a sus pueblos. Los Lula o el Frente Amplio, fracasos populistas, apuestan a volver “mejores”; para eternizarse en el poder, claudicantes hacia el vasallaje continental. Cada vez que se analizan las gestiones o las relaciones de los grandes líderes occidentales, se encuentran graves irregularidades o delitos, que entierran un poco más la esencia de la democracia. La democracia como tal ha muerto. A medida que se ha ido confundiendo democracia con Estado, la primera ha desaparecido, y queda solamente la eterna ineficiencia estatal, inoperante para cambiar realidades exponiéndolas crudamente a sus votantes. La democracia ha muerto. Al reclamarle instantaneidad para solucionar todos los males o las aspiraciones de los ciudadanos, como si ello fuera un derecho, al exigirle una igualdad que no existe en el universo ni en la naturaleza, se le pide un imposible. Se la condena a renovar fracasos al no poder hacer un milagro. Al agregarle tantos adjetivos: popular, de masas, directa, ratificativa, de calle, de solidaridad, inclusiva, igualitaria, poliárquica, plebiscitaria, para acomodarla a las conveniencias ideológicas, se le ha quitado toda validez y toda representatividad, convirtiéndola en pasto de corporaciones. Los políticos ineptos para explicar la diferencia entre democracia y terrorismo de buenos modales, han puesto a todos los individuos en alguna clase de frente de combate; unos, frustrados de quienes los representan por omisión, otros, apostando, únicamente, a castigar a los que están. Ya no se piensa en una democracia de acuerdos políticos para superar las dificultades de los más infelices; convivimos en una confrontación entre enemigos por mantener una banca o alcanzar definitivamente el poder.

Sin proponérselo, los individuos les responden despreciándolos. Y despreciando anestesiados al sistema que los defiende, aunque sea con la alternancia, pero que sienten que ya no les sirve, se ha corrompido. Democracia transformada en feudo; prenda de cambio de libertad por utopía probadamente fracasada.

            Réquiem a la democracia, que unos entonan por impotencia, otros por imprudencia, otros porque apuestan egoístamente a mandar, sin advertir, que la música que tocan es fúnebre; también para ellos.

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