Una Historia a la uruguaya (I)

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En un ajetreado 1 de marzo la muchedumbre de ocasión se agolpaba por la plaza con apacible algarabía por la asunción del nuevo presidente. Aquel hombre, polemista en cuanto diario hubiera, hábil político, y ex senador de la república, con astucia y ardil logró llegar a la primera magistratura.

Ese puesto que había coqueteado años antes y que con 47 años alcanzaba, cargo que a su vez, su propio padre supo desempeñar unas tres décadas atrás. Como quien dice, “La fruta no cae lejos del árbol.”

            Ese padre que padeció las típicas crisis uruguayas de fin de ciclo, especulación, inflación, desempleo, hacían correr el velo de la “muchachona” sociedad uruguaya, y dejaba ver aún cicatrices de 12 años pasados de oscuridad, de disrupción del estado de derecho, de conmoción interna, y un tendal de muertos que profundizó la división. Poniendo entre la espada y la pared cualquier amnistía, cualquier gesto con quien hasta años atrás era el enemigo.

El común de la población, “don José y doña María” como le gustaba decir a Omar Gutierrez, podría decir que otro oligarca, otro miembro de la élite, que se realizaba subiendo peldaño a peldaño hasta la cúpula del ejecutivo nacional.

Uno de los que si fuera contemporáneo, lo pondría como parte del “Patriciado”, es Carlos Real de Azúa, ya que nuestro presidente es “hijo” del Montevideo de los españoles, de la revolución y guerra, de la independencia, de la “carta magna”, además de las divisas y todo su derrotero por el siglo XIX y XX.

Continuando la crónica, frase hecha, y más para la política, “el fin justifica los medios”, el nuevo presidente asumió al ejecutivo nacional de forma imprevista, no siendo el candidato favorito en la previa, pero logró adeptos del otro partido tradicional, dándole los votos suficientes para consagrarse.

Ese hombre, de apellidos ya históricos para la escena diaria del acontecer nacional, venía con la “pesada carga” de su abolengo, y en su discurso de asunción ante las cámaras legislativas se escurría la esencia de sus miedos más profundos, aquellos transmitidos por la vivencia de la presidencia de su padre, haciendo un “voto”,

“por que la acción de los hombres y la sucesión de los acontecimientos nos permita guiarla al porvenir sin altos ni extravíos, por la hermosa ruta del orden y de la libertad.”

Orden y libertad, dos de las palabras más repetidas en la historia uruguaya, donde los excesos de una y la falta de la otra, nos han llevado como sociedad al filo de la navaja.

Pues bien, el presidente asumió con el horizonte encapotado por nubarrones, un país que ahonda una grieta, de la que nadie habla, pero todos en su interior saben que existe, que vive y lucha. Llegó con la intención manifiesta de “ordenar la casa”, de imponer un orden que permita brindar más libertades a los ciudadanos.

Lector, usted infiere un nombre propio, un rostro con facciones determinadas, un padre y un hijo conocido y contemporáneo a nosotros, del cual puede criticar, ser subsecuente o tipificarlo como un “enemigo de clase”, aquel que no se merece la menor consideración.

Si usted piensa en Luis Lacalle padre e hijo, si piensa en Herrera, está usted equivocado. El padre y el hijo de este somero relato, es Lorenzo Batlle (Presidente entre 1868-1872) y su hijo, aquel que la historiografía nacional encumbra como uno de los fundadores del Uruguay Moderno, un personaje que es tironeado por diferentes colectividades políticas actuales como propio, y que caló hondo en el sentir y ser nacional. 

Me refiero, ya lo sabrá, de José Batlle y Ordóñez, dos veces presidente a comienzos del siglo pasado y con muchas medallas en su cuello, que no daría el espacio para detallar.

Ahora bien, ¿cuál es la reflexión que podemos hacer de estas “vidas paralelas”?. No sabría decirlo con exactitud, la duda como camino para el conocer y/o asumir, podría ser un buen indicio.

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