Por más que se lo quiera negar, minimizar u ocultar, en Uruguay conviven tres tipos diferentes de pobreza. Obviamente negativas todas.
Una de ellas es estructural, o cultural, y se arrastra de generación en generación.
Una segunda pobreza podemos llamarla “yo tuve”, o “yo fui”, y se va generando año a año, por obra y gracia de las distintas administraciones gubernamentales, que contribuyen a que crezca la pobreza ciudadana.
La pobreza estructural o subcultural se da cuando un núcleo familiar mantiene un muy bajo ingreso económico, y las necesidades básicas insatisfechas, por generaciones; y lo más triste es que sus expectativas y esperanzas de superación son nulas, o casi nulas.
En la segunda pobreza se va cayendo progresivamente por pérdida del poder adquisitivo, por problemas laborales o carestía de vida. A lo que hay que sumar, el cada vez mayor desfasaje entre la canasta básica familiar y los sueldos laborales.
A esta categoría se van sumando año a año, más y más, pasivos y jubilados, que ven como el trabajo de muchos años no fue suficiente para solucionarle los últimos años de vida.
Y ahora me referiré a la tercera categoría de pobreza.
Que no es económica, pero que afecta de forma importante y fundamental a los dos anteriores tipos de pobreza.
Me refiero a la pobreza de ideas, pobreza de empatía, pobreza de sentido común, pobreza de interés, pobreza de voluntad para acordar y solucionar los problemas de la gente que por diferentes motivos ha caído en la pobreza estructural, o son los “yo tuve”, que cada vez son más, y sueñan con salir de su situación.
Esa gente que sueña y tiene la esperanza de cambiar su situación, por ellos mismos y sus hijos, ya no pueden por sí mismos, pero también votan y siguen depositando su confianza en promesas electorales.
Qué bueno sería que se eliminen las tres pobrezas, pero sólo una de ellas lo puede lograr por sí misma, y ayudaría a las otras dos.